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El territorio interior

En los momentos de ensoñación o de nostalgia, todos hemos pensado, al menos una vez, que la vida verdadera está en otra parte, en una tierra extraña donde los frutos son más dulces, el agua más pura, la luz más ligera: ahí, los hombres, las bestias y las cosas coinciden en un mismo lugar, a una misma hora, por fin reconciliados. Yves Bonnefoy -uno de los mejores poetas del siglo xx- le ha dado nombre a ese país imaginario: el territorio interior.
Este libro es un recorrido por esa geografía maravillosa. Como un nuevo Virgilio, Bonnefoy nos conduce por el arte toscano del Renacimiento y, de imagen en imagen, atravesamos juntos las arenas de Amber, el desierto de Gobi, el Tíbet, la antigua Roma sepultada en el desierto, la abandonada Jaipur, Grecia, Capraia, Florencia, en una larga peregrinación que no acaba en la negación del mundo, sino en su presencia recobrada, aquí y ahora.
Porque al leer este libro habremos aprendido que el sueño, igual que nosotros, es mortal, y que comparte nuestra fragilidad y nuestro destino.
Que el río en su cauce, la simple yerba, el jazmín, los olivos, el asfódelo, la cima inalcanzable de la montaña y la tierra que pisamos son nuestro único reino perdurable. Las palabras de este volumen son la llave de ese reino oculto: quien las lea, abrirá las puertas de un territorio interior, secreto, donde el fruto y los labios, la vida duradera y la vida del polvo, la realidad y el sueño, han pactado una momentánea reconciliación.
I
A menudo, un sentimiento de inquietud me invade en las encrucijadas. Me parece que en esos momentos, que en ese lugar o casi: ahí, a dos pasos sobre el camino que no tomé y del que ya me alejo, sí, es ahí donde se abre un país de una esencia más alta, donde habría podido vivir y que ahora ya he perdido. Sin embargo nada indicaba, ni siquiera sugería, en el instante de la elección, que tuviese que tomar esa otra ruta. Pude seguirla con los ojos, con frecuencia, y verificar que no conducía a una tierra nueva. Pero eso no me tranquiliza, porque sé que el otro país no es excepcional por el aspecto inimaginable de los monumentos o del suelo. No me agrada imaginar formas o colores desconocidos, ni la superación de la belleza de este mundo. Amo la tierra, lo que veo me colma, y en ocasiones llego a creer que la línea pura de las cimas, la majestuosidad de los árboles, la vivacidad del movimiento del agua en el fondo del cauce, la gracia de la fachada de una iglesia, porque intensas, en ciertas regiones, a ciertas horas, sólo pueden haber sido deseadas, y para nuestro bien. Esta armonía tiene un sentido, estos paisajes y estas especies son, inmóviles, quizá encantados, una palabra, y basta sólo con mirar y escuchar con fuerza para que el absoluto se declare, al término de nuestro errar. Aquí, en esta promesa, está el lugar.
Y, sin embargo, es cuando he llegado a esta especie de fe que la idea del otro país puede apoderarse de mí con toda su violencia, y privarme de cualquier felicidad sobre la tierra. Porque, cuanto más convencido estoy de que se trata de una frase o, mejor, de una música -signo y substancia al mismo tiempo-, con mayor crueldad siento que falta una clave, entre todas aquellas que nos permitirían escucharla. Estamos desunidos, en esta unidad, y hacia aquello que presiente la intuición, la acción no puede desembocar ni resolverse. Y si una voz se eleva, por un instante clara en el rumor de orquesta, ah, el siglo pasa, quien hablaba muere, el sentido de las palabras se pierde. Es como si, de los poderes de la vida, de la sintaxis del color y de las formas, de la espesura y de la iridiscencia de las palabras que repite sin fin la perennidad natural, no supiésemos percibir una articulación, entre las más simples sin embargo, y el sol, que brilla, parece oscurecer. ¿Por qué no podemos dominar cuanto existe, como al filo de una terraza? Existir, pero de otra forma, y no en la superficie de las cosas, en el meandro de los caminos, en el azar: como un nadador que se sumergiese en el porvenir para emerger luego cubierto de algas, y más ancho de frente, y de espaldas -¿riendo, ciego, divino? Algunas obras nos dan sin embargo una idea de la virtualidad imposible. El azul, en la Bacanal con tañedora de laúd de Poussin, posee la tormentosa inmediatez, la clarividencia no conceptual que necesita nuestra conciencia como un todo.

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