Una
mujer cuenta el secuestro al que fue sometida en México D.F. con
frialdad pasmosa y atendiendo a detalles inéditos. Una pareja atraviesa
Estados Unidos en coche a la busca del quimérico y remoto Sonido del
Fin. Dos músicos se encierran en un château del norte de Francia para
componer y grabar su obra definitiva. Un escritor español relata los
inicios de su relación con la enigmática mujer a la que conoce en una
librería mexicana.
Agustín Fernández
Mallo crea en esta novela una atmósfera ligeramente desenfocada, poética
y turbadora que, como si de una red se tratara, va conectando a los
personajes a medida que avanza la narración. No es misterio en el
sentido clásico, no es suspense ni es terror, sino algo más inquietante:
es la propia realidad que se nos muestra como un objeto animado; son
los personajes quienes van tras ella sin llegar a comprenderla del todo.
En Limbo
el tiempo se revela como una dimensión elástica y las fronteras entre
la vida y la muerte se difuminan hasta desaparecer. Cada cual es él
mismo y otros muchos, habitando distintos lugares, defendiendo varias
vidas y sin intuir que, en definitiva, todo cuanto alguna vez ocurrió
está condenado a repetirse.
1. Matadero, ella
Tenía
23 años de edad y corría el año 2008 cuando fui secuestrada en Ciudad
de México. Cuatro años después, un amanecer de junio, él y yo despegamos
del aeropuerto internacional de México rumbo a Nueva York. En algún
punto sobre el Golfo, el avión dio un bote que nos elevó a los pasajeros
con una cadencia de ola en estadio de fútbol. Saltaron las máscaras de
oxígeno. Quien lo haya sufrido sabrá que se trata de un proceso extraño:
de buenas a primeras la nave comienza a descender, y -como en esas
cajas de broma de las que emerge un payaso- una trampilla se abre sobre
tu cabeza para dejar caer la máscara. Crees entonces que con tal de
mirar hacia arriba verás un agujero que te permitirá ver el cielo;
podrías mirar, pero no lo haces. Resulta irónico que esa máscara, que
viene en tu ayuda, destinada a velar por tu integridad, a preservarte
tal como eres, resulte un método como otro cualquiera de cambiar de
personalidad. Especifico: no usurpar una personalidad ajena, sino
adquirir otra completamente nueva. Espero poder volver a esto más
adelante. El caso: él comenzó a sangrar por la boca. Yo, por la nariz.
El colgante que en mi escote reunía una colección de pequeñas bolsas de
porcelana -siempre lo llevo conmigo- recibió el impacto de las gotas -no
lo he limpiado, me gusta mirar esas estrellas rojas-. Contrariamente a
lo que hubiera imaginado, nadie gritó ni mostró alteración alguna.
Durante los minutos que duró el súbito descenso experimenté un silencio
que, pensé, debía de ser similar al que se experimenta en el interior de
una tumba. Ya el día anterior había tenido un pensamiento parecido
cuando comencé a introducir ropa y enseres en mi maleta, una
Samsonite de dimensiones que -él afirmó- eran inhumanas, para
a continuación especificar que nunca había visto una maleta como ésa. Se
retiró a terminar de hacer su equipaje. Cuando dos horas más tarde
regresó, yo aún preparaba el mío. Me hallaba en la habitación pequeña,
pieza supletoria que tengo para las visitas. Se sentó al borde de la
cama. Lo cierto es que hasta entonces yo tampoco había observado con
detenimiento los 70 mil centímetros cúbicos de aire de que dispone mi
maleta, «centímetros cúbicos que, según la ONU, posee el humano medio»,
dijo él. En ese momento pensé que, no en vano, en una ocasión yo ya
había viajado dentro de esa maleta, pero no vi motivo alguno para
transmitirle a él ese pensamiento. Siempre creí que meter personas en
maletas era un truco de películas, una sobreactuación de los objetos
-los objetos también sobreactúan-, pero pude comprobar que no es así
cuando por un hombre al que jamás vi el rostro fui transportada de un
lado a otro de la Ciudad de México dentro de la maleta a la que me vengo
refiriendo. Una parte del trayecto fue a través de aceras, pero
fundamentalmente en metro. Si gritaba, dijo acercando los labios a la
cerradura -noté su aliento en mi cara-, era hembra muerta. Empleó
esa palabra, hembra. Recuerdo el sonido de guillotina mal engrasada de
las puertas de los vagones, y las involuntarias patadas de los viajeros
-supe de la inopinada cantidad de veces que la gente mueve los pies de
forma errática en el metro-, y la voz que anuncia las paradas, que a
través de las paredes se transformaba en megafonías muy lejanas; por
extraño que parezca, generaban eco en el interior de la maleta. Sé que
jamás podré expulsar de mí ese eco.
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