«Mi padre era un computador y mi madre una máquina de escribir», apunta Alejandro Zambra en las primeras páginas de este libro de relatos, que bien puede leerse como una novela, o como once breves novelas archivadas en la carpeta Mis documentos.
A veces parece que hablara un mismo personaje, trasunto del autor, que recuerda sus desventuras como estudiante y como profesor, o que registra su malhumorado intento de superar el tabaquismo («Qué cosa más absurda, realmente: querer vivir más. Como si fuera, por ejemplo, feliz»). Pero la ilusión de una vida propia, fomentada por la famosa carpeta de Windows, se rompe pronto: los documentos de uno son, en el fondo, los documentos de todos, parece decirnos Zambra, en especial si se habita un país que necesita indagar en el pasado.
Con el fino sentido de la ironía y la precisión que ya le conocemos, con humor y melancolía, con espíritu paródico, con aliento lírico y a veces con rabia, Alejandro Zambra traza la anodina existencia de unos hombres que se repliegan en una idea antigua de la masculinidad, o el tránsito de unos seres pendulares que apuestan sus últimas fichas al amor. La incesante búsqueda del padre, la obsolescencia de objetos y de sentimientos que parecían eternos, el desencanto de los jóvenes de la transición («La adolescencia era verdadera. La democracia no»), la impostura como única forma de arraigo, y la legitimidad del dolor, son algunos de los temas que cruzan este libro.
Mis documentos muestra a un autor que consolida y proyecta hacia lugares nuevos el personal estilo forjado en Bonsái (descrita por Junot Díaz en The New York Times como «un puñetazo en la mandíbula»), La vida privada de los árboles(«Una obra sorprendentemente entera y resonante», según The Complete Review), y Formas de volver a casa, una novela sobre la cual la crítica ha sido elocuente: «Un magnífico lenguaje, a la sombra de Carver: precisión, tristeza, crueldad, ternura» (Joaquín Arnáiz, La Razón); «Una de las mejores novelas chilenas en mucho tiempo» (Tal Pinto, The Clinic); «Formas de volver a casa eleva a Zambra al lugar de los escritores vivos que simplemente debemos leer» (Clancy Martin, Bookforum); «Un talento asombroso» (Adam Thirlwell, The New York Times Book Review).
I
MIS DOCUMENTOS
para Natalia García
1
La primera vez que vi un computador fue en 1980, a los cuatro o cinco años, pero no es un recuerdo puro, probablemente lo mezclo con visitas posteriores al trabajo de mi padre, en la calle Agustinas. Recuerdo a mi padre con el cigarro eterno en la mano derecha y sus ojos negros fijos en los míos mientras me explicaba el funcionamiento de esas máquinas enormes. Esperaba una reacción maravillada y yo fingía interés, pero apenas podía me iba a jugar al escritorio de Loreto, una secretaria de melena y labios delgados que nunca se acordaba de mi nombre.
La máquina eléctrica de Loreto me parecía prodigiosa, con su pequeña pantalla donde las palabras se acumulaban hasta que una ráfaga intensa las clavaba en el papel. Era un mecanismo quizás similar al de un computador, pero no pensaba en eso. De todos modos me gustaba más la otra máquina, una Olivetti convencional de color negro, que conocía bien, porque en casa había una igual. Mi madre había estudiado programación, pero más temprano que tarde se había olvidado de los computadores, y prefería esa tecnología menor, que seguía siendo actual, porque estaba todavía lejos la masificación de los computadores.
Mi madre no escribía a máquina por algún trabajo remunerado: lo que transcribía eran las canciones, los cuentos y poemas que escribía mi abuela, que siempre andaba postulando a algún concurso o empezando el proyecto que por fin la sacaría del anonimato. Recuerdo a mi madre trabajando en la mesa del comedor, insertando cuidadosamente el papel calco, aplicando con esmero el típex cuando se equivocaba. Tecleaba siempre muy rápido, con todos los dedos, sin mirar el teclado.
Quizás puedo decirlo de esta manera: mi padre era un computador y mi madre una máquina de escribir.
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