"La literatura inglesa, para ser bien entendida, requiere un
conocimiento tan bueno de la Guerra de Troya como de la Biblia",
afirmaba Robert Graves en el prólogo a uno de sus libros más hermosos y
menos conocidos, La guerra de Troya (Muchnik, 1999), donde
recreaba la milenaria historia que desde su primera formulación en los
poemas homéricos ha estimulado la imaginación de incontables
generaciones de oyentes o lectores. Pero si cambiamos literatura inglesa
por literatura universal o literaturas de Occidente, la frase no pierde
validez, tampoco -pese a los fundamentalistas del laicismo mal
entendido- en lo que se refiere a la deseable familiaridad con los
episodios de la Biblia, esa otra madre de todas las historias. El título
citado de Graves o el más reciente Homero, Ilíada (Anagrama,
2005) de Alessandro Baricco, donde el escritor italiano recontaba el
cerco y la caída de Troya, pueden relacionarse con este Rescate
de David Malouf, una excelente novela que vuelve sobre relatos en
apariencia consabidos pero literalmente inagotables, que han mantenido
durante siglos su poder de fascinación y siguen alumbrando valiosas
interpretaciones o relecturas.
De Malouf, uno de los grandes escritores australianos contemporáneos, se han publicado en castellano sus novelas El gran mundo (Asteroide, 2010), Una vida imaginaria (El Aleph, 2000), Conversaciones en Curlow Creek (Destino, 1997) o Recordando Babilonia (Destino, 1996). Ya en la segunda de las citadas -las restantes abordan la historia de su país, repleta de episodios novelescos- se trasladaba a la Antigüedad para narrar el famoso destierro del poeta Ovidio en Tomis, a orillas del Mar Negro, pero en Rescate -publicada originalmente en 2009- el autor se sitúa más allá de la historia para instalarse en el territorio del mito. Cuenta Malouf, en el breve epílogo que cierra la novela, cómo el primer latido de la misma podría remontarse a "una tarde lluviosa de un viernes de 1943" en que su maestra de primaria, la señorita Finlay, les leyó a los escolares la historia de Troya, que en la memoria del escritor se sobrepone a la guerra bien real que por entonces se libraba en el Pacífico. Malouf ya relacionó ambas experiencias en un poema de 1972 titulado Episodio de una guerra temprana, donde se recordaba como "un niño aplicado de nueve años [en su] escuela de barrio", pero el autor ha necesitado más de sesenta años para convertir en literatura aquel deslumbramiento inaugural, revelador de la cualidad mítica que rodea a una guerra, la de Troya, que preludia y contiene todas las guerras.
Es en el memorable canto XXIV de la Ilíada, último del poema, donde se nos cuenta el episodio recreado por Malouf. Arrasado de dolor y de ira por la muerte de su amado Patroclo, Aquiles ha dado muerte a Héctor -el hijo predilecto de Príamo, anciano rey de Troya- y ultrajado su cadáver, que espera en vano la sepultura. El monarca entonces, desconsolado, accede a humillarse y suplicar clemencia al ejecutor de su hijo, rogándole que le entregue el cuerpo a cambio de un formidable rescate. En esencia, los hechos son los mismos que narra Homero, con la interpolación de algún personaje -Somax, el carretero convertido en heraldo (Ideo) que acompaña a Príamo en su visita al campamento griego- y, sobre todo, la ampliación de lo que el poema sugiere en pocos versos o no llega a formular explícitamente. Porque el autor no se limita, como ha señalado Alberto Manguel, al mero recuento. Dice Malouf que se propuso contar las "historias no contadas" que subyacen en el texto homérico con idea de profundizar en la razón de ser de toda narrativa: "por qué se cuentan historias y por qué necesitamos escucharlas, cómo las historias se transforman al contarlas". Su novela, de hecho, por más que conozcamos el argumento -del mismo modo que lo conocían los griegos antiguos cuando escuchaban a los aedos o veían representadas las tragedias que les acercaban a los mismos u otros personajes de la tradición mítica-, es un artefacto completamente nuevo, rebosante de vida, fuerza y belleza. El momento clave, como ya se insinúa en la Ilíada, llega con el encuentro entre dos hombres inconsolables que enfrentan sus dolores respectivos y de algún modo comprenden -Aquiles recuerda a su propio padre, Peleo, y Príamo no puede evitar ver en el asesino de su hijo un reflejo de la juventud de este- una simetría consoladora.
El estilo de Malouf, sobrio y conciso pero profundamente conmovedor y de alto contenido lírico, tiene mucho que ver con la sencilla eficacia de su relato, contado con admirable naturalidad y al mismo tiempo deudor de la grandeza de la épica -que canta no sólo el horror de los combates, sino valores como el orgullo, la lealtad, la sabiduría o la nobleza- y el encanto inmortal de unos personajes que el tiempo ha convertido en arquetipos. Guerreros implacables, pero no desprovistos de humanidad. Individuos marcados por el destino, pero no por ello menos libres. Seres trágicos que casi tres milenios después nos siguen retratando.
De Malouf, uno de los grandes escritores australianos contemporáneos, se han publicado en castellano sus novelas El gran mundo (Asteroide, 2010), Una vida imaginaria (El Aleph, 2000), Conversaciones en Curlow Creek (Destino, 1997) o Recordando Babilonia (Destino, 1996). Ya en la segunda de las citadas -las restantes abordan la historia de su país, repleta de episodios novelescos- se trasladaba a la Antigüedad para narrar el famoso destierro del poeta Ovidio en Tomis, a orillas del Mar Negro, pero en Rescate -publicada originalmente en 2009- el autor se sitúa más allá de la historia para instalarse en el territorio del mito. Cuenta Malouf, en el breve epílogo que cierra la novela, cómo el primer latido de la misma podría remontarse a "una tarde lluviosa de un viernes de 1943" en que su maestra de primaria, la señorita Finlay, les leyó a los escolares la historia de Troya, que en la memoria del escritor se sobrepone a la guerra bien real que por entonces se libraba en el Pacífico. Malouf ya relacionó ambas experiencias en un poema de 1972 titulado Episodio de una guerra temprana, donde se recordaba como "un niño aplicado de nueve años [en su] escuela de barrio", pero el autor ha necesitado más de sesenta años para convertir en literatura aquel deslumbramiento inaugural, revelador de la cualidad mítica que rodea a una guerra, la de Troya, que preludia y contiene todas las guerras.
Es en el memorable canto XXIV de la Ilíada, último del poema, donde se nos cuenta el episodio recreado por Malouf. Arrasado de dolor y de ira por la muerte de su amado Patroclo, Aquiles ha dado muerte a Héctor -el hijo predilecto de Príamo, anciano rey de Troya- y ultrajado su cadáver, que espera en vano la sepultura. El monarca entonces, desconsolado, accede a humillarse y suplicar clemencia al ejecutor de su hijo, rogándole que le entregue el cuerpo a cambio de un formidable rescate. En esencia, los hechos son los mismos que narra Homero, con la interpolación de algún personaje -Somax, el carretero convertido en heraldo (Ideo) que acompaña a Príamo en su visita al campamento griego- y, sobre todo, la ampliación de lo que el poema sugiere en pocos versos o no llega a formular explícitamente. Porque el autor no se limita, como ha señalado Alberto Manguel, al mero recuento. Dice Malouf que se propuso contar las "historias no contadas" que subyacen en el texto homérico con idea de profundizar en la razón de ser de toda narrativa: "por qué se cuentan historias y por qué necesitamos escucharlas, cómo las historias se transforman al contarlas". Su novela, de hecho, por más que conozcamos el argumento -del mismo modo que lo conocían los griegos antiguos cuando escuchaban a los aedos o veían representadas las tragedias que les acercaban a los mismos u otros personajes de la tradición mítica-, es un artefacto completamente nuevo, rebosante de vida, fuerza y belleza. El momento clave, como ya se insinúa en la Ilíada, llega con el encuentro entre dos hombres inconsolables que enfrentan sus dolores respectivos y de algún modo comprenden -Aquiles recuerda a su propio padre, Peleo, y Príamo no puede evitar ver en el asesino de su hijo un reflejo de la juventud de este- una simetría consoladora.
El estilo de Malouf, sobrio y conciso pero profundamente conmovedor y de alto contenido lírico, tiene mucho que ver con la sencilla eficacia de su relato, contado con admirable naturalidad y al mismo tiempo deudor de la grandeza de la épica -que canta no sólo el horror de los combates, sino valores como el orgullo, la lealtad, la sabiduría o la nobleza- y el encanto inmortal de unos personajes que el tiempo ha convertido en arquetipos. Guerreros implacables, pero no desprovistos de humanidad. Individuos marcados por el destino, pero no por ello menos libres. Seres trágicos que casi tres milenios después nos siguen retratando.
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