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Consciencia más allá de la vida

Pim van Lommel es un reputado cardiólogo holandés que ha trabajado durante más de veinticinco años en un hospital docente con ochocientas camas. Al hablar con cientos de sus pacientes que habían sufrido un paro cardíaco, quedó atónito al descubrir que, lejos de haber perdido la conciencia durante el período en que habían estado clínicamente muertos, sus pacientes recordaban haber vivido una experiencia extraordinaria, algo que a Van Lommel, como científico, le era difícil de aceptar. Así pues, decidió estudiar el fenómeno sistemáticamente durante veinte años en su clínica con un equipo especializado, y en 2001 publicó una síntesis de su investigación en la prestigiosa revista médica The Lancet, causando con ello un revuelo internacional.

Este libro ofrece abundantes pruebas científicas de que las «experiencias cercanas a la muerte» son un fenómeno que no puede atribuirse a la imaginación, la psicosis o la falta de oxígeno. Los hechos evidencian que la consciencia es algo mucho más vasto y complejo que el cerebro y que sigue existiendo pese a la ausencia de toda función cerebral. Pim van Lommel introduce estas experiencias en un amplio contexto cultural que va desde las diferentes visiones religiosas del pasado hasta los nuevos presupuestos de la física cuántica, en donde estos fenómenos tienen un lugar coherente dentro de sus modelos teóricos.

«La investigación de los pacientes cardíacos del doctor Pim van Lommel es una de las más comentadas de los últimos años.» The Herald (Glasgow)

«Las pruebas sostienen la validez de las "experiencias cercanas a la muerte" y sugieren que los científicos deben reconsiderar las teorías existentes sobre uno de los más profundos misterios biológicos: la naturaleza de la consciencia humana.» The Washington Post

INTRODUCCIÓN

     Toda la ciencia es ciencia empírica, toda la teoría está subordinada a la percepción; un hecho aislado puede derribar un sistema por completo.
Frederik van Eeden

      Nos encontramos en 1969. En la unidad coronaria se dispara la alarma de forma repentina. El monitor indica que el electrocardiograma de un paciente con un infarto de miocardio (ataque al corazón) está plano. El hombre ha sufrido una parada cardíaca. Dos enfermeras se apresuran hacia el paciente, que no reacciona, y rápidamente corren las cortinas en torno a su cama. Una de las enfermeras comienza a aplicarle la reanimación cardiopulmonar mientras la otra le coloca una mascarilla sobre la boca para administrarle oxígeno. Una tercera enfermera irrumpe a la carrera con el carro de reanimación que contiene el desfibrilador. El desfibrilador está cargado; las paletas, cubiertas de gel; el pecho del paciente, desnudo. El personal médico se aparta de la cama y se desfibrila al paciente, que recibe una descarga eléctrica en el pecho. No surte efecto alguno. Se reanudan el masaje cardíaco y la respiración artificial y, tras consultarlo con el médico, se le inyecta medicación adicional en el goteo intravenoso. Se desfibrila entonces al paciente por segunda vez. En esta ocasión se logra restablecer su ritmo cardíaco y, tras un período de inconsciencia que se alarga unos cuatro minutos, el paciente vuelve en sí, para gran alivio del personal de enfermería y del médico responsable.
     El médico responsable era yo. Había comenzado mi residencia en cardiología aquel mismo año.
     Después de la exitosa resucitación, todo el mundo estaba encantado...; todo el mundo excepto el paciente. Había sido reanimado con éxito, pero, para sorpresa de todos, estaba sumamente decepcionado. Hablaba de un túnel, de colores, de luz, de un hermoso paisaje y de música. 

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