El título de su último libro, Arguably (Discutible), una colección de ensayos, es un reflejo de la interpretación de su papel en el mundo. Escribía y hablaba, sobre todo hablaba, inconteniblemente, respecto a cualquier acontecimiento relevante y sin piedad. Utilizaba la provocación como un vehículo hacia el conocimiento. Consideraba la discusión el instrumento imprescindible para alcanzar la verdad, y entendía que a esta solo se podía llegar liberado de cualquier atadura política, religiosa o incluso emocional. No conocía fronteras en su afán de consecuencia. No le tembló el pulso para reconocer en su autobiografía, Hitch-22 (Debate), el desprecio hacia su padre, un oficial burócrata de la Armada británica. Ni tuvo escrúpulos en escribir contra su mejor amigo en vida, Martin Amis, después de la publicación de un libro en el que entendía que este se había burlado de las víctimas de Stalin.
El dictador ruso era su prototipo de la maldad. Se pronunció contra todos los tiranos de su época, desde Pinochet a Milosevic, y azotó por igual a derecha e izquierda cada vez que creía detectar un ataque a la razón o un abuso de poder. Escribió un libro contra Henry Kissinger, a quien consideraba un criminal de guerra, y otro contra Bill Clinton, a quien tenía por un político manipulador y mentiroso. Escribió contra la madre Teresa, a quien creía una iluminada que pervertía el Tercer Mundo con sus mensajes retrógrados, y contra el ayatolá Jomeini, especialmente después de la fetua emitida por Irán contra su amigo Salman Rushdie.
Se le tiene como el inventor del término islamofascismo. Brillante e imaginativo siempre, Hitchens era un gran inventor de palabras. En esta se resume perfectamente la intolerancia y el peligro que representa el radicalismo islámico, uno de los fenómenos que con más firmeza combatió.
Espíritu libre hasta el final -pasó sus últimos días en el Anderson Cancer Center de Houston sin tratamiento médico para poder morir en paz-, Hitchens se ganó múltiples enemigos por abominar de cualquier Dios. Jamás se retractó del alegato antireligioso de su libro más famoso, God is not great (Dios no es bueno, en la edición española de Debate). Y, aunque descubrió hacia la mitad de su vida que su madre, a la que adoró, era judía y, por tanto, él también lo era, eso no le desató mayor curiosidad por el alma del judaísmo ni templó sus críticas al Estado de Israel.
Aunque dio varios quiebros en su vida, como el tránsito de su juventud trotskista a su apoyo a la guerra de Irak, no se le conocen rectificaciones significativas de sus opiniones expuestas como adulto. Explicó varias veces que, en su respaldo a la aventura iraquí, primó su odio a los sátrapas sobre cualquier otro factor, y así lo sostuvo hasta el final. Persistió y defendió también su desmedida afición al alcohol y al tabaco, pese a que era consciente de que esto último había acabado provocando su cáncer de esófago.
Su cigarrillo le sirvió además de bandera de independencia en Estados Unidos, a donde llegó en 1981 y cuya nacionalidad adquirió. El pitillo de Hitchens, en tiempos dominados por la presión de lo conveniente, fue siempre un acto de rebeldía contra el poder de lo políticamente correcto en Washington, ciudad donde tenía su residencia.
Indomable en sus actos y en sus palabras, deja un ejemplo que no es fácil de seguir. Se ha comparado su escritura con la de Oscar Wilde y Lord Byron. Su amigo el novelista Christopher Buckley -que lo fue, pese a los continuos ataques de Hitchens hacia su padre, el influyente pensador conservador William Buckley- lo ha calificado como "el más grande ensayista en lengua inglesa". También fue un gran periodista. Pero es su papel como polemista, como agitador contra el pensamiento dominante, lo que hará que le echemos de menos, ahora que tanta falta hace.
El País
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