Ensayo. La reciente reedición de Los trovadores, del profesor Martín de Riquer, agrupa en un solo volumen el contenido de los tres editados por primera vez en 1975. En el nuevo prólogo, Pere Gimferrer señala la enorme influencia de este libro durante siete lustros, no sólo entre eruditos, sino también entre poetas y lectores de poesía. Si incluimos en ese número a algunos escritores de canciones, el trabajo riguroso del eminente filólogo habría provocado ondas de amplia difusión en una cadena de transmisión poco usual, en la que el valor de los conocimientos se ha mantenido en el trayecto desde la cátedra hasta la plaza pública. Martín de Riquer ha contribuido decisivamente a reproducir el potencial expansivo de aquella escuela de versificación exigente, heredera de las normas de la poesía latina, pero escrita en romance vulgar. Propia de círculos cortesanos, la lírica trovadoresca generó una comunidad literaria en la que se relacionaron poetas de toda condición. Nacida en las tierras cultas del Mediodía francés, influyó poderosamente en la génesis del dolce stil nuovo italiano, en el ámbito de la poesía gallego-portuguesa, en la lírica de las coronas de Aragón y de Castilla. Escrita para ser cantada, a través de los juglares proyectó el prestigio de la poesía amatoria más refinada hacia otras capas sociales. La lectura de Ezra Pound nos contagió su pasión por los trovadores, los ensayos de Menéndez Pidal nos intrigaron con el relato de la estancia de aquellos misteriosos personajes itinerantes en las cortes peninsulares. Para conocerlos mejor tuvimos a mano esta obra indispensable. Agradecimos entonces la amplitud de la compilación, que abarca la obra de unos trescientos cincuenta trovadores, la literalidad de la traducción, que preserva el frescor de las imágenes, la posibilidad de comprobar en el romance occitano la musicalidad de los poemas, la precisión de las notas sazonadas de pistas interesantes. Todo ello nos ha convertido en partícipes de aquel movimiento que modificó el gusto poético de la Romania, que creó una lengua transnacional, que situó el fin'amors -el amor acendrado- en el centro del pensamiento europeo. Sólo se conserva una décima parte de la música de los trovadores, pero algunas de esas melodías de gran belleza nos dan idea del caudal que circuló durante los siglos XII y XIII, dejando huella reconocible entre nosotros. Los poetas y los cantores en lengua romance somos herederos de ese legado. No somos los primeros en sufrir inclinaciones contrarias cada vez que se renueva la luz del año. Ni seremos quizá los últimos en tomar por modelo el canto del ruiseñor, el vértigo del vuelo en el crepúsculo. La reedición del libro de Martín de Riquer nos recuerda la conveniencia de fabricar, a base de versos bien pulidos, cantos capaces de viajar por sí solos, como en los tiempos en que lo hicieron a caballo o a pie, cualesquiera que sean los avatares tecnológicos.
El País
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