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Tembleque demagógico

Supongo que no soy la persona que ha seguido con mayor atención la pasada campaña electoral, de modo que a lo mejor me he perdido cosas interesantes. Pero hay al menos dos asuntos importantes -entre los que más me atañen profesionalmente- de los que no recuerdo haber oído prácticamente nada. Uno es la deriva de la Universidad tras los polémicos acuerdos de Bolonia, algunos de cuyos peores efectos ya son bastante perceptibles (según me cuentan compañeros que siguen en activo). La omisión de este tema en los debates es tanto más sorprendente cuando se considera que los dos principales candidatos en liza fueron en su día ministros de Educación. Dejaré yo también la cuestión para otro día.

El otro es la peliaguda batalla contra la piratería en Internet y la defensa de la propiedad intelectual. Que el asunto no es sencillo en cuanto a la práctica lo demuestran las diversas, y a menudo contrapuestas, iniciativas que han tomado diversos países para evitar esos desmanes: pero al menos parece que los principios que se defienden contra la imbecilidad nociva del "gratis total" debieran estar claros y algunos habríamos agradecido oírlos firmemente expuestos por los aspirantes, por razones de pedagogía política. Después de todo, los partidos mayoritarios habían coincidido al menos en apoyar la ley Sinde, la cual -pese a sus insuficiencias y melindres- era sin duda un primer paso en el largo y previsiblemente tortuoso camino correcto. Pero de todo este asunto, a pesar de su actualidad y relevancia no solo económica sino también moral, los encendidos debates nos dejaron en ayunas.

Ya vamos sabiendo las razones de este discreto silencio. Ahora resulta que la ley Sinde no solo estaba retrasada inexplicablemente en su necesaria aplicación sino en vísperas de entrar en vía muerta. Quienes la propusieron prefieren hoy bloquear los reglamentos que la pondrían en práctica -después de todo, pensarán, una contradicción más ya poco importa a estas alturas del siglo- mientras que los que la apoyaron minimizan su entusiasmo hasta lo imperceptible, abrumados por la inminencia de tener que gestionarla. Las razones de unos y otros son en el fondo las mismas y pueden resumirse en dos palabras: canguelo demagógico. Sobre la ley misma, como sobre cualquier otra medida semejante o de mayor eficacia que se hubiera tomado, se han vertido un torrente de descalificaciones aparentemente técnicas, pero en su mayoría deudoras de la peor complacencia populista. De ser la más represiva jamás dictada he leído hace poco que la calificaba paradójicamente un novelista, ansioso por lo visto de ampliar su área de incompetencia. Contagiados, los políticos que debieran ser responsables se atrincheran en el "no nos apresuremos", "habrá que estudiarla más" y "mañana será otro día... por malo que sea hoy". Mientras, crecen las pérdidas económicas y la quiebra de empresas culturales (de ello se hablaba sin cesar en la pasada Feria del Libro de Guadalajara) junto a la malcrianza de usuarios suicidas que confunden su derecho con el atropello de los ajenos, poniendo en peligro de extinción los bienes mismos de que pretenden disfrutar gratuitamente.

Y es que los políticos son hoy rehenes de los activistas más insomnes y desaprensivos de las redes sociales, cuya influencia atemorizadora desborda ampliamente su número real. ¡Cualquiera se atreve a caer en desgracia en Twiter! Para colmo, refuerzan a los demagogos los problemas de gestión de la SGAE. Como si los posibles abusos que se están investigando dieran patente de corso a los que coram populo se cometen cotidianamente. Yo no sé si Teddy Bautista ha sido responsable de alguna conducta delictiva, los jueces lo decidirán: pero en cambio estoy seguro de que debieran ser considerados delictivos muchos usos que hoy se consideran parte inalienable de la "libertad" asilvestrada de Internet. Me hubiera gustado oírlo decir en algún debate electoral o poselectoral, pero me he quedado con las ganas.

El País

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