En realidad el autor de estas páginas, Dominic Roskrow, se ha detenido poco antes de ese número mil a la hora de compendiar sus experiencias con el whisky. Se ha quedado en el análisis y comentario de 750 variedades destiladas, desde Tain en Escocia hasta Tokio en Japón. Pero, en cualquier caso, la aventura de acompañarle en esa travesía, bebiéndonos sus páginas, constituye un placentero aprendizaje sobre el whisky, sus orígenes, sus destilerías, sus lugares de culto, sus ambientaciones geográficas, sus dinastías. Parece que el whisky que, como otros alcoholes destilados y otras pasiones, ha embrutecido a quienes han sido incapaces de beberlo con la pausa marcada por la inteligencia, ha servido también para potenciar las facultades creativas, como se comprueba con un repaso a la historia.
La literatura, al menos desde hace casi dos siglos, y el cine desde sus orígenes registran cómo el whisky ha sido un catalizador de procesos que en su ausencia hubieran quedado bloqueados; un fulminante decisivo para activar algunos de los beaux gestes más admirables o de los crímenes más horrendos que somos capaces de recordar. Una prueba la tenemos en El hombre que mató a Liberty Valance, canto a la libertad de expresión por cuenta de un viejo periodista buen aficionado al whisky. Como escribió Karl Krauss a propósito de la lengua, sucede que el whisky que a unos ciega, a otros les inunda de lucidez, les enseña a ver abismos allí donde hay lugares comunes. Porque para alcanzar las cimas de la literatura y antes aún del periodismo, el whisky ha sido decisivo. Otra cosa es que muchos se queden en el intento a media ladera en la mediocridad. Porque la genialidad es muchas veces transgresora pero los excesos en modo alguno son garantía de genialidad.
Desde su difusión generalizada, el whisky ha impulsado el compromiso con las causas más nobles y ha incitado también las venganzas más ruines. Es el doble uso que permiten algunas nuevas tecnologías. Son los efectos contrarios surgidos de un mismo estímulo. Porque parafraseando a David Trueba nada mejor que algo de ruido para traer el silencio. Es lo mismo que, en otro plano, reconocía Livinio Stuyck, gerente de la plaza de Las Ventas e inventor de la Feria taurina de San Isidro, a su primo Carlos, el de la Real Fábrica de Tapices, alma de la peña del hongo y quintaesencia del madridismo. Eran los tiempos de Santiago Bernabéu y entonces alegaba el taurino que si bien el fútbol era un instrumento embrutecedor de las masas, estaba dando cultura a los componentes de ese exclusivo club de dandis que acompañaba en sus viajes al equipo blanco por los campos de aquella Europa escindida que, a la hora de dar patadas, era capaz de abstraer realidades tan contundentes como la del telón de acero.
Son 287 páginas de maravillosa excursión. Una excursión lingüística y visual, que pretende evocar otras percepciones negadas en el papel, las del olfato y las papilas gustativas, mediante la descripción ponderada y enumerativa de las catas. Es también el árbol genealógico del whisky, del malta, de la mezcla, de los parientes próximos y lejanos, aventajados o degenerados, aclimatados, sin complejos para acreditar sus propias etiquetas. Y un recorrido como el que imaginamos por Hollywood, avistando las factorías de nuestros sueños o por La Rioja descubriendo las bodegas donde se crían los caldos que nos embriagan. Imágenes de las destilerías, donde envejecen los whiskys que aparecen unidos a nuestros momentos estelares. Porque estos como los viajes, como las ciudades, como las canciones, permanecen unidos a las personas con quienes los compartimos.
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