El ensayista Jordi Gracia arremete en un 'panfleto' contra ciertos nostálgicos de la tradición humanista, afectados por el "síndrome del narciso herido".
Concebido, según parece, como respuesta indirecta al libro de un prestigioso catedrático, compañero de la Universidad de Barcelona, que se despidió hace poco de la vida académica arremetiendo contra el estado de la institución en la que había profesado durante décadas, El intelectual melancólico es un brillante, irónico y virulento opúsculo que ha provocado una polémica previsible, pero no en absoluto estéril, aunque ni las razones de Jordi Gracia se corresponden exactamente con las de algunos partidarios ocasionales ni quienes se han mostrado en desacuerdo pueden estarlo del todo con determinadas partes del panfleto. El discurso de Gracia está sólidamente argumentado y contiene numerosos puntos inobjetables, por ejemplo cuando denuncia -citando a Montaigne- la nostalgia infecunda del pasado como una de las formas que adopta la estupidez humana, censura la actitud perezosa y altiva de tantos supuestos intelectuales que no se molestan en leer a los autores de los que despotrican o habla de la Universidad como la perfecta atalaya donde se encastillan, protegidos por sus privilegios, los no siempre laboriosos profetas del Apocalipsis.
También es pertinente su llamada de atención sobre los deprimidos voceros de la decadencia, que en el pasado -Gracia cita como ejemplo a los intelectuales de entreguerras- alentaron peligrosas impugnaciones de la democracia representativa en favor de espejismos o distopías de infausto recuerdo. O el fastidio del autor ante las jeremiadas de quienes se lamentan de la barbarie contemporánea como si la cosa no fuera con ellos, como esos ministros que se colocan en la primera fila de las manifestaciones para protestar por asuntos que afectan de lleno a su negociado. O la reserva respecto de la mentalidad solemne y aristocratizante, pero en el fondo acomodaticia y burocrática, que impera entre algunos autoproclamados defensores de la alta cultura, incapaces de abandonar por un momento el territorio de "los Grandes Autores" para echar una ojeada al mundo actual, donde en efecto habitan y trabajan decenas de escritores valiosos que pueden y deben ser estudiados en los mismos términos que aquellos. O la defensa -también en términos políticos- de una "educación civil y ética" que está siendo atacada desde varios frentes.
Otros aspectos no están tan claros. Es discutible, por ejemplo, que el olvido de las lenguas clásicas -que rompe con una tradición milenaria y afecta al sustrato más profundo de la cultura de Occidente- no vaya a producir o no esté produciendo ya un daño irreparable. Naturalmente que la vida sigue y no se va a parar el mundo, pero relacionar el lamento por la pérdida del lugar que han ocupado las Humanidades en la enseñanza tradicional de decenas de generaciones con la educación clasista del franquismo es hacer trampa, porque Gracia no ignora que por ejemplo en los años dorados -en lo que a la educación se refiere- de la República, el latín y el griego seguían desempeñando un papel decisivo en la formación de los universitarios. No es obligado pensar que los nuevos campos de conocimiento los hayan convertido en antiguallas prescindibles. En este terreno, Gracia nos da la alegría de citar El sueño del humanismo de Francisco Rico como un libro ejemplar, que lo es, pero al mismo tiempo parece querer encerrar en un solo bando reaccionario a los defensores de los estudios clásicos. También puede cuestionarse su lectura del célebre lienzo de Friedrich, El caminante en el mar de nubes, donde otros, al menos los que además de haber estudiado Clásicas somos aficionados a la pintura romántica, no vemos representada esa actitud de soberbia intelectual que para Gracia -y para cualquier persona sensible- resulta cómica a la vez que censurable.
Por otra parte, el autor señala con razón el prestigio inmerecido de la melancolía, pero uno diría que lo que predomina a nuestro alrededor -o lo que más perjuicio puede causar, bastante más desde luego que las lamentaciones de unos cuantos jubilados a los que, como apunta el propio ensayista, nadie hace demasiado caso- es más bien una suerte de juvenilismo presuntamente rompedor que se mueve entre el optimismo antropológico -muy poco ilustrado, como sabemos-, las quejas ya cansinas contra los poderes castradores de antaño y los vanos ejercicios de heterodoxia impostada, coreados por una cuadrilla de alegres indocumentados a los que la cultura, alta o baja, no les importa nada. Y en otro orden de cosas, ¿cómo calificar a esos modernos exponentes del filoneísmo, los tecnócratas de la cultura, que sostienen que no podemos seguir leyendo ni escribiendo igual en la era de las tecnologías? A ellos Gracia, que es un escritor inteligente, podría dedicarles otro panfleto no menos corrosivo, porque son más numerosos y tienen mayor predicamento.
Concebido, según parece, como respuesta indirecta al libro de un prestigioso catedrático, compañero de la Universidad de Barcelona, que se despidió hace poco de la vida académica arremetiendo contra el estado de la institución en la que había profesado durante décadas, El intelectual melancólico es un brillante, irónico y virulento opúsculo que ha provocado una polémica previsible, pero no en absoluto estéril, aunque ni las razones de Jordi Gracia se corresponden exactamente con las de algunos partidarios ocasionales ni quienes se han mostrado en desacuerdo pueden estarlo del todo con determinadas partes del panfleto. El discurso de Gracia está sólidamente argumentado y contiene numerosos puntos inobjetables, por ejemplo cuando denuncia -citando a Montaigne- la nostalgia infecunda del pasado como una de las formas que adopta la estupidez humana, censura la actitud perezosa y altiva de tantos supuestos intelectuales que no se molestan en leer a los autores de los que despotrican o habla de la Universidad como la perfecta atalaya donde se encastillan, protegidos por sus privilegios, los no siempre laboriosos profetas del Apocalipsis.
También es pertinente su llamada de atención sobre los deprimidos voceros de la decadencia, que en el pasado -Gracia cita como ejemplo a los intelectuales de entreguerras- alentaron peligrosas impugnaciones de la democracia representativa en favor de espejismos o distopías de infausto recuerdo. O el fastidio del autor ante las jeremiadas de quienes se lamentan de la barbarie contemporánea como si la cosa no fuera con ellos, como esos ministros que se colocan en la primera fila de las manifestaciones para protestar por asuntos que afectan de lleno a su negociado. O la reserva respecto de la mentalidad solemne y aristocratizante, pero en el fondo acomodaticia y burocrática, que impera entre algunos autoproclamados defensores de la alta cultura, incapaces de abandonar por un momento el territorio de "los Grandes Autores" para echar una ojeada al mundo actual, donde en efecto habitan y trabajan decenas de escritores valiosos que pueden y deben ser estudiados en los mismos términos que aquellos. O la defensa -también en términos políticos- de una "educación civil y ética" que está siendo atacada desde varios frentes.
Otros aspectos no están tan claros. Es discutible, por ejemplo, que el olvido de las lenguas clásicas -que rompe con una tradición milenaria y afecta al sustrato más profundo de la cultura de Occidente- no vaya a producir o no esté produciendo ya un daño irreparable. Naturalmente que la vida sigue y no se va a parar el mundo, pero relacionar el lamento por la pérdida del lugar que han ocupado las Humanidades en la enseñanza tradicional de decenas de generaciones con la educación clasista del franquismo es hacer trampa, porque Gracia no ignora que por ejemplo en los años dorados -en lo que a la educación se refiere- de la República, el latín y el griego seguían desempeñando un papel decisivo en la formación de los universitarios. No es obligado pensar que los nuevos campos de conocimiento los hayan convertido en antiguallas prescindibles. En este terreno, Gracia nos da la alegría de citar El sueño del humanismo de Francisco Rico como un libro ejemplar, que lo es, pero al mismo tiempo parece querer encerrar en un solo bando reaccionario a los defensores de los estudios clásicos. También puede cuestionarse su lectura del célebre lienzo de Friedrich, El caminante en el mar de nubes, donde otros, al menos los que además de haber estudiado Clásicas somos aficionados a la pintura romántica, no vemos representada esa actitud de soberbia intelectual que para Gracia -y para cualquier persona sensible- resulta cómica a la vez que censurable.
Por otra parte, el autor señala con razón el prestigio inmerecido de la melancolía, pero uno diría que lo que predomina a nuestro alrededor -o lo que más perjuicio puede causar, bastante más desde luego que las lamentaciones de unos cuantos jubilados a los que, como apunta el propio ensayista, nadie hace demasiado caso- es más bien una suerte de juvenilismo presuntamente rompedor que se mueve entre el optimismo antropológico -muy poco ilustrado, como sabemos-, las quejas ya cansinas contra los poderes castradores de antaño y los vanos ejercicios de heterodoxia impostada, coreados por una cuadrilla de alegres indocumentados a los que la cultura, alta o baja, no les importa nada. Y en otro orden de cosas, ¿cómo calificar a esos modernos exponentes del filoneísmo, los tecnócratas de la cultura, que sostienen que no podemos seguir leyendo ni escribiendo igual en la era de las tecnologías? A ellos Gracia, que es un escritor inteligente, podría dedicarles otro panfleto no menos corrosivo, porque son más numerosos y tienen mayor predicamento.
El ensayista Jordi Gracia arremete en un 'panfleto' contra ciertos nostálgicos de la tradición humanista, afectados por el "síndrome del narciso herido".
Hay nostálgicos de la cultura humanista que no rechazan los nuevos soportes, aunque los usen sin convicción ni entusiasmo, pues saben ver con claridad las muchas ventajas que ofrecen y en particular las relativas a una difusión hasta ahora impensable de todos los saberes y disciplinas. Por lo demás, la indolencia, la jactancia o la erudición a la violeta no son por desgracia cualidades específicas del tipo humano retratado por Gracia, sino que están bien extendidas entre otros -muchos otros- intelectuales o seudointelectuales cuyas actitudes, no menos autocomplacientes pero mucho más agresivas, se encuentran muy alejadas de la melancolía. La obra ensayística de Gracia, que hemos seguido con admiración desde estas páginas, lo hace merecedor de un alto crédito. El panfleto ahora publicado demuestra que el profesor catalán es además un escritor ingenioso, irreverente y capaz de manejarse con habilidad en el terreno de los philosophes. Cabe esperar, en fin y por lo tanto, que amplíe el espectro de esta nueva e insospechada dedicación a la caricatura.
diariodesevilla.es
Hay nostálgicos de la cultura humanista que no rechazan los nuevos soportes, aunque los usen sin convicción ni entusiasmo, pues saben ver con claridad las muchas ventajas que ofrecen y en particular las relativas a una difusión hasta ahora impensable de todos los saberes y disciplinas. Por lo demás, la indolencia, la jactancia o la erudición a la violeta no son por desgracia cualidades específicas del tipo humano retratado por Gracia, sino que están bien extendidas entre otros -muchos otros- intelectuales o seudointelectuales cuyas actitudes, no menos autocomplacientes pero mucho más agresivas, se encuentran muy alejadas de la melancolía. La obra ensayística de Gracia, que hemos seguido con admiración desde estas páginas, lo hace merecedor de un alto crédito. El panfleto ahora publicado demuestra que el profesor catalán es además un escritor ingenioso, irreverente y capaz de manejarse con habilidad en el terreno de los philosophes. Cabe esperar, en fin y por lo tanto, que amplíe el espectro de esta nueva e insospechada dedicación a la caricatura.
diariodesevilla.es
Comentarios