Un gran ensayo de David Hernández de la Fuente resalta la naturaleza extraordinaria del filósofo y matemático.
En sus Vidas imaginarias, Schwob retrataba a un Empédocles oracular, hijo de un Dios, cuya ciencia arcana se diluía con él tras arrojarse en el ardiente brocal del Etna. De igual modo, la tradición aquí recogida, de Porfirio a Focio de Constantinopla, nos lega la imagen de un Pitágoras muy próximo a la magia, a la taumaturgia, a los saberes de naturaleza religiosa, cuyos secretos quizá trajera de sus viajes por Oriente, aprendidos en el trato con sacerdotes de Egipto, la India y el imperio persa. Si bien es norma considerar a Pitágoras como el filósofo que formuló un célebre teorema, así como la armonía de las esferas y la inmortalidad del alma, la figura histórica que se dibuja en este ensayo, sorteando la escasez de datos y las mixtificaciones de época posterior, nos presenta a un Pitágoras que participa, a un tiempo, de la razón ática y el culto religioso de aquella hora. A lo cual se añade un asunto que traslada la revisión pitagórica a una orilla la modernidad de grande y perdurable influjo desde el siglo XIX; esto es el origen divino, fulminante, sobrehumano -la inspiración, en suma-, de la ciencia y el arte.
Quiere esto decir que el autor de estas páginas -páginas de clara y profunda erudición-, acude a la sociología de Weber y a la antropología de Eliade para explicar la angulosa biografía, gravada por el mito, de un hombre cuyos méritos obviaron Platón y Aristóteles, y cuya actividad está más cerca del chamanismo, de la fundación de una secta ascética, que de la mera escuela pitagórica, de carácter filosófico, instaurada en Crotona. Así se deduce de los testimonios recopilados en este volumen (Porfirio de Tiro, Jámblico de Calcis, Diógenes Laercio, Diodoro de Sicilia, Focio de Constantinopla, más un extracto de la Suna, enciclopedia bizantina del siglo X), y así se desprende de las conclusiones que presenta Hernández de la Fuente, basadas en dichos testimonios, pero abrigadas por un saber académico tan amplio como flexible. De este modo, los variados aspectos de Pitágoras, antes en controversia, se van articulando con naturalidad en torno a la figura del chamán, del hombre santo, del hombre providencial, del sanador, del oráculo, del pastor de almas, y en definitiva, en torno al personaje extraordinario, semidivino o semihumano, tocado por el don de la elocuencia y la gracia de los idiomas animales. Sólo así se explican tanto las consecuencias políticas de la secta pitagórica en Crotona, que acabó sus días violentamente, como la inquebrantable adhesión, de clara estirpe religiosa, con la que sus discípulos honraron las enseñanzas del maestro. Sólo así se explica (desde una concepción religiosa, circular, mistérica del cosmos), la naturaleza oral de la doctrina pitagórica. Pues es Platón quien, traicionando a Sócrates, introdujo la perdurabilidad, la desmemoria, la sedimentación del tiempo, con la palabra escrita. Pitágoras, sin embargo, anclado en el viejo cosmos, en un cosmos cíclico y armonioso, prefirió la palabra hablada, el ensalmo divino del orate, el eterno recomenzarse del mito, cuya ventura y cuya cifra, como en el ciego Homero, siempre es dicha por primera vez.
¿Es casual, por tanto, que el arte, que la ciencia del XIX se vieran como un sacerdocio? ¿No fueron sacerdotes Bécquer, Hölderlin y Baudelaire, cuyo culto es un culto de lo misterioso, de lo dionisíaco, de lo terrible? ¿No fue considerado un mago, un chamán, Thomas Alva Edison? ¿No es el doctor Frankenstein un ser semidivino, sobre cuyos poderes demoníacos no cabe dudar? Obviamente, sin el absceso de neo-platonismo que abruma al Ochocientos, no sería posible considerar el mundo como una cueva llena de sombras que el poeta, que el científico debe desentrañar, mediante un esfuerzo y una inspiración sobrehumanas. De igual modo, sin la inmortalidad del alma atribuida a Pitágoras, el mito de la caverna quizá no hubiera sido formulado nunca. No obstante, lo que queda de manifiesto en este excelente Vidas de Pitágoras es la asombrosa continuidad, el milenario linaje de el esa doble naturaleza, de esa concepción híbrida del poeta-filósofo que el XVIII ilustrado pensó abolida. En este Pitágoras de David Hernández de la Fuente, como en los grandes solitarios de Friedrich y de Blake, como en toda la imaginería romántica, el hombre se ve sacudido por invisibles fuerzas, y sólo el sacerdote, el chamán, el genio, el visionario, es el llamado a desvelarlas.
diariodesevilla.es
En sus Vidas imaginarias, Schwob retrataba a un Empédocles oracular, hijo de un Dios, cuya ciencia arcana se diluía con él tras arrojarse en el ardiente brocal del Etna. De igual modo, la tradición aquí recogida, de Porfirio a Focio de Constantinopla, nos lega la imagen de un Pitágoras muy próximo a la magia, a la taumaturgia, a los saberes de naturaleza religiosa, cuyos secretos quizá trajera de sus viajes por Oriente, aprendidos en el trato con sacerdotes de Egipto, la India y el imperio persa. Si bien es norma considerar a Pitágoras como el filósofo que formuló un célebre teorema, así como la armonía de las esferas y la inmortalidad del alma, la figura histórica que se dibuja en este ensayo, sorteando la escasez de datos y las mixtificaciones de época posterior, nos presenta a un Pitágoras que participa, a un tiempo, de la razón ática y el culto religioso de aquella hora. A lo cual se añade un asunto que traslada la revisión pitagórica a una orilla la modernidad de grande y perdurable influjo desde el siglo XIX; esto es el origen divino, fulminante, sobrehumano -la inspiración, en suma-, de la ciencia y el arte.
Quiere esto decir que el autor de estas páginas -páginas de clara y profunda erudición-, acude a la sociología de Weber y a la antropología de Eliade para explicar la angulosa biografía, gravada por el mito, de un hombre cuyos méritos obviaron Platón y Aristóteles, y cuya actividad está más cerca del chamanismo, de la fundación de una secta ascética, que de la mera escuela pitagórica, de carácter filosófico, instaurada en Crotona. Así se deduce de los testimonios recopilados en este volumen (Porfirio de Tiro, Jámblico de Calcis, Diógenes Laercio, Diodoro de Sicilia, Focio de Constantinopla, más un extracto de la Suna, enciclopedia bizantina del siglo X), y así se desprende de las conclusiones que presenta Hernández de la Fuente, basadas en dichos testimonios, pero abrigadas por un saber académico tan amplio como flexible. De este modo, los variados aspectos de Pitágoras, antes en controversia, se van articulando con naturalidad en torno a la figura del chamán, del hombre santo, del hombre providencial, del sanador, del oráculo, del pastor de almas, y en definitiva, en torno al personaje extraordinario, semidivino o semihumano, tocado por el don de la elocuencia y la gracia de los idiomas animales. Sólo así se explican tanto las consecuencias políticas de la secta pitagórica en Crotona, que acabó sus días violentamente, como la inquebrantable adhesión, de clara estirpe religiosa, con la que sus discípulos honraron las enseñanzas del maestro. Sólo así se explica (desde una concepción religiosa, circular, mistérica del cosmos), la naturaleza oral de la doctrina pitagórica. Pues es Platón quien, traicionando a Sócrates, introdujo la perdurabilidad, la desmemoria, la sedimentación del tiempo, con la palabra escrita. Pitágoras, sin embargo, anclado en el viejo cosmos, en un cosmos cíclico y armonioso, prefirió la palabra hablada, el ensalmo divino del orate, el eterno recomenzarse del mito, cuya ventura y cuya cifra, como en el ciego Homero, siempre es dicha por primera vez.
¿Es casual, por tanto, que el arte, que la ciencia del XIX se vieran como un sacerdocio? ¿No fueron sacerdotes Bécquer, Hölderlin y Baudelaire, cuyo culto es un culto de lo misterioso, de lo dionisíaco, de lo terrible? ¿No fue considerado un mago, un chamán, Thomas Alva Edison? ¿No es el doctor Frankenstein un ser semidivino, sobre cuyos poderes demoníacos no cabe dudar? Obviamente, sin el absceso de neo-platonismo que abruma al Ochocientos, no sería posible considerar el mundo como una cueva llena de sombras que el poeta, que el científico debe desentrañar, mediante un esfuerzo y una inspiración sobrehumanas. De igual modo, sin la inmortalidad del alma atribuida a Pitágoras, el mito de la caverna quizá no hubiera sido formulado nunca. No obstante, lo que queda de manifiesto en este excelente Vidas de Pitágoras es la asombrosa continuidad, el milenario linaje de el esa doble naturaleza, de esa concepción híbrida del poeta-filósofo que el XVIII ilustrado pensó abolida. En este Pitágoras de David Hernández de la Fuente, como en los grandes solitarios de Friedrich y de Blake, como en toda la imaginería romántica, el hombre se ve sacudido por invisibles fuerzas, y sólo el sacerdote, el chamán, el genio, el visionario, es el llamado a desvelarlas.
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