Antonio Muñoz Molina (Úbeda, Jaén, 1958) parece llegar antes a todas
partes. A la Real Academia Española, al Nacional de Literatura, al de la
Crítica y ahora al Príncipe de Asturias. Tras uno de esos galardones
precoces, un escritor mayor le dijo: “Te has saltado la cola”.
—Yo no creo en los escalafones. La literatura no es eso. La
literatura es gente que escribe y gente que lee. He visto personas
enfurecidas porque no les daban premios o emborrachadas porque se los
daban. Hay que tomarlos con naturalidad.
En 1981, el hombre que ayer recibió el Premio Príncipe de Asturias de
las Letras (ningún español lo había recibido desde Francisco Ayala, en
1998) logró un contrato de un año de auxiliar administrativo interino.
Mientras pugnaba con ser escritor, organizaba actos culturales en el
Ayuntamiento de Granada en una oficina con dos mesas, una para su jefe y
otra para él. El interino miraba su ciudad como Robinson Crusoe y luego
lo contaba en columnas de un periódico recién nacido, que caerían en
las manos de alguien llamado Pere Gimferrer que pensó que aquel interino
merecía una oportunidad. “Hay cosas que no puedes evitar. Escribía todo
lo que se me pasaba por la cabeza. Me presentaba a concursos sin
resultado. No sé cuánto tiempo más estaría así sin que la escritura
diera sus frutos si no hubiera surgido un periódico nuevo en Granada que
me dio la oportunidad”, rememoraba ayer en una sala de la Casa de
América, casi tan perturbado por el interés mediático como por el jet-lag que aún arrastra.
Momentos antes, en una atestada conferencia de prensa que la
escritora Elvira Lindo, su esposa, siguió en primera fila, el propio
Antonio Muñoz Molina recordó que dio los retoques al texto definitivo de
su primera novela, Beatus ille, hace justo 30 años. Poco menos
que el tiempo de libertad. Es pues la primera vez que el Príncipe de
Asturias distingue a un autor de la generación de la democracia, que
aúna a novelistas dispares que tienen en común ese rasgo temporal tan
excepcional del siglo XX español: escriben y publican sin yugo. “Hemos
sido una generación privilegiada: no hemos estado condenados a la
terrible barrera de los Pirineos y hemos tenido lectores fuera de
nuestras fronteras. Y fue excepcional que llegásemos a los lectores en
plena democracia”, destacó.
En su diversidad, compartían cierta aversión al sentimiento nacional
tan tintado de connotaciones dictatoriales y cierta devoción hacia el
mundo exterior. “Todos escribíamos novelas que tenían nombres
extranjeros en el título”, bromea el autor de El invierno en Lisboa
(1987), que le consagró con los premios Nacional de Literatura y de la
Crítica. “Salvo Javier Marías, que ya era cosmopolita, todos los demás
apenas habíamos viajado”. En común tenían, en opinión de Muñoz Molina,
“una mayor desenvoltura con los géneros” y “una serie de amplitudes
referenciales mayor”. Esa apertura de miras explica las idas y venidas
del escritor por la autobiografía y el ensayo. Su paso por el servicio
militar dio lugar a un libro sobre el Ejército en el que resulta difícil
precisar si es más desternillante que pavoroso: Ardor guerrero. Igual que una etapa bastante menos montaraz, la de Nueva York, está atrapada en Ventanas de Manhattan.
En literatura, aclara, tampoco se elige: “Te encuentras con las
cosas”. Y los premios, matiza, no quitan ni dan. “Solo se puede escribir
en un estado de absoluta libertad. Un libro solo se puede escribir
desde la posición del principiante. Lo que se aprende para un libro no
sirve para el siguiente”. Su vida literaria, que acumula ya una veintena
larga de títulos y que ayer el jurado del Príncipe de Asturias elogió
por la “hondura y brillantez con que ha narrado fragmentos relevantes de
la historia de su país”, está repleta de reconstrucciones, reflexiones o
confesiones alrededor del pasado, que se habían mantenido en
habitaciones separadas hasta que el autor decidió juntarlas en su último
libro, Todo lo que era sólido (Seix Barral), ensayo contra la
ceguera, tirón de orejas y acto de contricción por la hipnosis colectiva
que causó la juerga del ladrillo.
“El porvenir es una incógnita llena de amenazas y el pasado es un
lujo que ya no podemos permitirnos”, escribe. Muñoz Molina habla bajito
pero en su último libro ha elevado la voz, enfadado consigo mismo por
haber ignorado las señales, irritado por la oportunidad perdida en estas
décadas de democracia que no se han utilizado para apuntalarla desde la
sociedad civil y la administración pública, preocupado porque se
pierdan las conquistas que han merecido la pena.
“Es que estaba enfadado, aunque procuré no escribir rabioso. También
hice un esfuerzo de templanza. Hay que tener cuidado, cuando uno quiere
denunciar el desastre, de no convertirse en parte del desastre”, avisa.
“El enfado se hace en defensa de valores afirmativos, me molestaría
escribir un libro nihilista. Hay mucha gente haciendo lo que tiene que
hacer”, añade mientras señala hacia la plaza de Cibeles.
Corrupción, enchufismo, incompetencia, codicia… bajo el edredón del
dinero la sociedad española incubó muchos vicios en poco tiempo. “El
dinero amedrenta y hechiza, aturde con su monstruosa capacidad de
multiplicación (…) El dinero parece lo más irrefutable y tiene el poder
de comprarlo todo y trastornarlo todo y de pronto se evapora y ya es
como si no hubiera existido”, reflexiona en el ensayo. Un tsunami que
sumergió a la parte de la sociedad que siguió aferrada a sus vidas y
ajena al pelotazo. Un ensayo que ha avivado la polémica porque algunos
intelectuales se consideran injustamente recriminados. Él matiza que no
acusa a nadie: “Ha habido una crítica del libro que nada tiene que ver
con lo que el libro se dice. Leer libros, antes de criticarlos, a veces
es un esfuerzo”.
El País
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