Claudia Piñeiro (Burzaco, Argentina, 1960) publicó a mediados de mayo su nueva novela, Un comunista en calzoncillos (Alfaguara), la más autobiográfica de su obra, que incluye Las viudas de los jueves, Tuya, Elena sabe y Betibú.
Quien se declaraba comunista, pero de entre casa, era su padre, que
había nacido en Portosín, un pueblo costero de A Coruña, y que había
migrado con su familia a Argentina para huir del hambre. Pero la hija de
aquel rojo callaba sobre política en una adolescencia que transcurre en la última dictadura militar del país sudamericano (1976-1983).
“Es una novela”, aclara Piñeiro en una cafetería de Palermo Chico,
uno de los barrios porteños más lujosos, que contrasta con su Burzaco,
suburbio de la capital argentina. “Lo que pasa es que la novela va
evolucionando”, aclara antes de abordar la repetida discusión de si este
género ha caducado o no: “A mí la novela me encanta. Estamos en un
camino de buscar ciertos recursos que la modernicen, pero no todos son
necesarios”.
La autora cita en el epígrafe del libro a su admirada colega Natalia
Ginzburg (Palermo 1916-Roma 1991) para aclarar sobre cuán autobiográfico
es: “Tiene que ver con lo que recuerdo de un periodo corto de mi vida,
pero está lleno de ficción. Mentí todas las veces que fue necesario. Hay
elementos y personajes inventados. Atrás de la novela pongo una nota en
la que digo que tales cosas son ciertas y tales no”.
En la primera parte del libro, Piñeiro cuenta una historia sobre
ella, su padre y el Monumento a la Bandera argentina, que está en
Rosario pero que tiene una réplica en Burzaco. Aquella anécdota ocurre
entre diciembre de 1975 y junio de 1976. “En el medio está el golpe
militar, y eso hace una gran diferencia en lo que le pasa a esta chica
con el padre”, relata Piñeiro. “Había un montón de recuerdos que yo fui
trayendo y que no entraban en ese periodo. No entraban con el tono de
esa niña ni con su punto de vista, pero que a mí me parecían
sustanciales. Entonces terminó quedando una nouvelle con retazos en la segunda parte, que se llama Cajas chinas
y que reproduce esta búsqueda de información a través de Internet y los
hipervínculos. El Monumento a la Bandera aparece en la novela, vas a
buscar el monumento en Cajas chinas, te fijás cómo era y
volvés. Y a lo mejor de ahí te vas a otro lado y después volvés. A mí me
parece que esa forma de búsqueda de información es lo que quise
replicar porque es la forma en que la escribí. Antes, para investigar,
tenías que ir a un monumento, a una biblioteca, al archivo de un
periódico. Ahora vas y venís con un botón”, cuenta esta escritora
aficionada a las redes sociales cómo las nuevas tecnologías cambian el
género.
Lo que a veces no se renueva, y no está mal que así lo sea, son los
temas. “Muchos escritores transitamos, tarde o temprano, la muerte, la
madre, el padre”, expone la escritora que en Elena sabe cuenta
que la madre de la protagonista sufre parkinson, como la suya. Ahora era
el turno de escribir de su padre, un hombre que cuando se enfadaba no
le hablaba a nadie por un buen tiempo. “La figura de mi padre es
fundacional para mi escritura porque, como dice Steiner, uno ha sufrido
para contar el silencio. Hay un silencio que uno necesita explicarlo. Empezás
a escribir para contar ese silencio. Y ese periodo es de silencio: a la
chica en la casa le decían ciertas cosas y salía y no podía decirlas”,
cita una experiencia que a muchos argentinos les ocurrió en los años del
terrorismo de Estado.
“La dictadura nos atravesó a todos, hayamos estado donde hayamos
estado”, justifica Piñeiro la vuelta sobre el régimen, que es visitada
en forma reiterada por el arte argentino contemporáneo. Pero la
escritora aclara: “No escribiría una novela de la dictadura porque no
fui militante. Lo que a mí me pasó está en esta novela: una cosa
cotidiana de una familia que a lo mejor puede tener miedo porque su
padre era comunista, pero nada más. Hay mucha gente que cree que fue
revolucionaria en los 70 y hace un cuento de las cosas fantásticas que
hizo en ese momento, cuando uno sabe que no hizo nada distinto a
sobrevivir, como todos, que también fue difícil”. Piñeiro, que cuando el
golpe tenía 16 años, recuerda lo que se comentaba en casas de sus
amigas sobre los atentados guerrilleros de aquel tiempo: “Amigas del
colegio me decían: ‘¡Qué suerte que no van a volver a explotar más
bombas en los colegios y matar a niños!’. Pero no hubo ninguna bomba que
mató niños en colegios. En mi casa no se decía eso y por eso el
silencio. Ante mi grupo de pertenencia yo me callaba porque si no era la
rara”.
El Pais
Comentarios