Nos hallamos ante un libro resueltamente
autobiográfico que también es una apología contagiosa del apetito. La
autora afirma que, aunque todo lo relatado es real, lo que diferencia la
novela de la realidad es la escritura. No obstante haber padecido
anorexia durante dos años, en el relato explica su vida a través del
hambre y reivindica una avidez y una glotonería en muchos registros:
hambre de lenguas, de libros, de alcohol, de chocolate, ansia de belleza
y de descubrimientos... Amélie Nothomb afirma que tiene «un apetito
absoluto», un deseo jamás colmado, que no parece tener fin y al que la
autora asedia en este relato en todas sus formas, del éxtasis al horror,
con brío, dolor, amor, humor y lucidez, mientras se dibuja en filigrana
la complicada paradoja de existir. Biografía del hambre es un libro en el que Amélie Nothomb se vuelca de una forma mucho más sincera hacia su infancia, que ya había evocado en Metafísica de los tubos y El sabotaje amoroso, prolegómenos de la extraordinaria experiencia de Estupor y temblores.
«Amélie
Nothomb es de esos autores que crea adicción. El lector, en cuanto lee
uno de sus libros, queda atrapado por el universo subyugante de la
autora y repite la experiencia de sumergirse en cada una de las novelas
que publica... La mirada limpia y toda la crueldad propias de la
inocencia de la infancia» (Ana María Moix).
«Esta obra conmovedora e inquietante que es una autobiografía y la apología del disfrute» (Jesús Aguado, El País).
«Amélie
ataca de nuevo y lo hace con una de sus obras más poderosas y usando su
mejor registro. Chapeau a este ejercicio autobiográfico. Bebamos una
copa de champán a su salud y paseemos de noche por París, como a ella le
gusta» (M.ª Ángeles Cabré, La Vanguardia).
«Su mejor novela» (Jacinta Cremades, El Mundo).
PÁGINAS DEL LIBRO
Existe un archipiélago oceánico llamado Vanuatu, antiguamente Nuevas
Hébridas, que nunca ha conocido el hambre. A lo largo de Nueva Caledonia
y de las islas Fidji, y durante milenios, Vanuatu ha gozado de dos
virtudes raras por separado y cuya alianza resulta todavía más rara: la
abundancia y el aislamiento. Es cierto que, tratándose de un
archipiélago, esta última virtud raya el pleonasmo. Pero así como
conocemos islas muy frecuentadas, nunca vimos unas islas tan poco
visitadas como las Nuevas Hébridas.
Es una
extraña verdad histórica: nunca nadie ha deseado ir a Vanuatu. Incluso
la desheredada geografía que, por ejemplo, constituye la isla de la
Desolación tiene sus adoradores: su abandono tiene algo de atractivo.
Aquel que desee subrayar su soledad o dárselas de poeta maldito causará
la mejor de las impresiones diciendo: «Acabo de regresar de la isla de
la Desolación.» Quien regresa de Las Marquesas despertará una reflexión
ecológica, quien vuelva de la Polinesia recordará a Gauguin, etc.
Regresar de Vanuatu no provoca reacción alguna.
Y resulta aún más curioso si se tiene en cuenta que las Nuevas Hébridas
son unas islas encantadoras. Incluyen los accesorios oceánicos
habituales que desencadenan los sueños: palmeras, playas de arena fina,
cocoteros, flores, vida regalada, etc. Podríamos parafrasear a Vialatte y
decir que se trata de unas islas tremendamente insulares: ¿por qué la
magia de la insularidad, que funciona con la más mínima roca emergente,
no funciona cuando se trata de Vaté y de sus hermanas?
Todo transcurre como si Vanuatu no interesara a nadie.
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