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Los últimos días


«Así vivía esa vida mediocre, persuadido de que dicho instante llegaría; y cuando tomaba conciencia de esta esperanza, se insultaba por aquel repugnante optimismo, pues el pesimismo le parecía, después de todo, la única concepción aceptable de la vida y la única acorde con la realidad. Él profesaba la fe del pesimismo.»
En el París del Barrio Latino, la Sorbona y los cafés, jóvenes y mayores creen burlar el paso del tiempo conversando de filosofía y literatura. Y justamente el tiempo es el verdadero protagonista de esta novela, entendido no solo como un retorno cíclico y alterno de las estaciones, sino también como el único e ineludible medio con el que el hombre se entrega a la vejez y la muerte.
Los últimos días es una obra de construcción perfecta, en la cual desfilan las historias de algunos parisinos que se cruzan sin una finalidad aparente: los estudiantes con sus esperanzas, los ancianos que frecuentan el café Soufflet, el poeta-filósofo Tuquedenne y sus amigos, y Alfred, el camarero futurólogo entregado a la estadística y a la lectura de las revoluciones planetarias.

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Hacía un tiempo en plan gotitas por aquí y por allá, hacía un tiempo de noche húmeda. La luz de las farolas se derramaba en charcos sobre las aceras. En la esquina de la calle Dante con el bulevar Saint-Germain, un viejo dudaba, sin atreverse a cruzar. Un camión le rozó el paraguas; encaramado a las cajas, un perro ladró a las varillas. El tipo reculó mascullinando para sus bigotes, que llevaba espesos y caídos. Pasaban de todas clases los vehículos: taxis, coches de señores, coches de sirvientes, bicicletas, hipomóviles, tranvías. Él los odiaba a todos. Aún no hacía mucho tiempo que había estado a punto de llevarse un motocarro en las costillas y, desde aquel roce, disfrutaba de una respiración segmentada y de una prudencia creciente; se juraba que cualquier día acabaría cargándose todos aquellos funestos bólidos, pero ese día seguía siendo incierto. A veces pensaba en pinchar furtivamente los neumáticos de quienes estacionan en las aceras; con una pequeña navaja se puede hacer muy fácilmente. Pero nunca llevaba a cabo este proyecto, tal vez a causa del riesgo, de los posibles puntapiés en los riñones. Lo único que cabía esperar era que, en uno de esos días con un tiempo de perros en que los adoquines se embadurnan, uno de aquellos instrumentos se fuera a pique, transformándose bajo su mirada en pedacitos fangosos, jinete incluido. Aquel era, por lo demás, un tiempo muy propicio para eso. Octubre terminaba sin avisar, como un hermoso cuerpo de sirena acaba en cola de pescado, en cola de pescado en aceite, en cola de sardina en aceite. Esa sí que era buena. ¿No se podría llamar aceite a aquella lloviznación? A él no le gustaba la cocina con aceite; ni siquiera en una vinagreta hay que echar demasiado aceite. Un segundo viejo llegó por el bordillo de la acera hasta colocarse a su lado, esperando que escampara para cruzar.
     Se parecían como dos hermanos. Pero no lo eran en absoluto; ni de cerca, ni de lejos siquiera. Tal vez debido a los bigotes espesos y caídos se parecían como dos hermanos. Al igual que un ojo inexperto considera a todos los indígenas colonizables como ejemplares múltiples de un modelo invariable, del mismo modo otro ojo, inexperto en otro sentido, considera a todos los viejos con bigotes espesos y caídos como réplicas de un mismo individuo. Es cierto que, a la inversa, uno de ellos, aquí presente, encontraba por su parte que todos los jóvenes se parecen, a causa de sus rostros desbarbados. Sin embargo no era él quien escribía con tiza en los urinarios esta imprecación: A la mierda las jetas afeitadas.

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