Antes fueron Bestiario y Las armas secretas, dos
libros que tuvieron una recepción muy limitada en Buenos Aires, igual
que había sido limitada la aceptación del primer libro de Jorge Luis
Borges. Pero aquellos dos primeros libros de Julio Cortázar le abrieron
al gran escritor de Rayuela, que entonces era un muchacho
todavía, las puertas de un conocimiento excepcional que marcaría su
trayectoria editorial y la propia existencia de su novela más famosa.
Ese editor era Francisco Porrúa, trabajaba en Minotauro, pero pronto se
asoció con Sudamericana, donde Cortázar acabaría publicando esa novela
hace ahora, esta semana, 50 años.
Rayuela empezó a crecer en seguida. Pero para llegar a ser
la novela más exigente de Julio Cortázar, este tuvo que cumplir algunos
requisitos muy exigentes consigo mismo. En primer lugar, como él le
contaría poco tiempo después a Luis Harss (Los nuestros,
recientemente reeditado por Alfaguara), tuvo que desprenderse para
escribir esa novela de modos y de precipitaciones que eran habituales en
sus libros anteriores, y sobre todo en Los premios, un divertimento que precedió, hasta en ciertas estructuras, a la Rayuela
que lo hizo escritor de culto en todo el mundo, para jóvenes y no
tanto. Hasta entonces, concedía Cortázar en su conversación con Harss,
se fijó poco en las personas y más en su propia imaginación, en las
figuras que poblaban su mente y por tanto sus libros. Rayuela iba a ser rabiosamente humana; en otras palabras, era una novela del ser más que una novela del estar.
En sus conversaciones epistolares incesantes con Francisco Porrúa
(que figuran en un apéndice de la edición de Rayuela con la que
Alfaguara conmemora ahora el cincuentenario de la primera edición)
Cortázar hizo evidente esa preocupación existencialista de su obra y
quizá de su pensamiento de la época, en el tiempo en que aún mandaban en
la estructura intelectual contemporánea las consecuencias de la guerra
en Europa. No solo eso, también las heridas elementales que causaba en
los emigrantes argentinos la lejanía de su patria. Era una novela
extraña entonces, pues en ella cabía todo el mundo, como en las obras de
Shakespeare, y había ritmos y canciones y conversaciones sincopadas
como el jazz. En esas conversaciones, así como en las notas editoriales,
que eran asimismo abundantes, Cortázar dejó muy claro que él no quería
engañar al lector, sino escribir una contranovela, un libro que no se
pareciera a las novelas y que tampoco se pareciera a nada de lo que
había escrito hasta entonces, aunque sería inevitable que los rayuelitas (como dice Harss) se sintieran también rayuelitas leyendo la extraordinaria colección de cronopios en los que Cortázar se hace eco de cosas que oye en la calle o en su casa.
Rayuela no nació para ser un libro cualquiera; no es una
colección de narraciones, tiene una estructura natural, que se lee de
corrido, o bien tiene la estructura que Cortázar quiso reglar a sus más
audaces seguidores; los capítulos se podían suprimir o seguir en el
curso que el autor indicaba. Ese juego (como todos los juegos de
Cortázar) tenía una alta graduación poética, le permitía romper, él lo
decía, con la solemnidad de discurso que a veces tienen los libros y,
además, estaban concebidos para hacerle hueco a la enorme capacidad de
dialoguista que ya había ensayado con maestría en Los premios.
Fueron juegos que combinó con momentos extremadamente solemnes o duros
de la novela, cuando muere el niño Rocamadour (alrededor hay un ruido
que no se entiende) o cuando Olivetira, el héroe de la novela, requiere
en Buenos Aires ciertos materiales de fontanería que ha de entregarle la
mujer a la que ama desesperadamente, sobre todo porque duerme con otro.
Es un libro genial que la gente recuerda como un emblema. Del amor
(capítulo siete), del existencialismo (la muerte, la conversación sin
límite, el destino) y de la poesía. Quien toca este libro toca a un
hombre, y no solo toca a su autor, que es el médium en realidad de un
aire que flotaba entonces, la extrañeza de la vida trasladada a la
extrañeza de la literatura. ¿Por qué cautivó a tanta gente (y por qué
indignó a algunos)? Porque era esperada. Y se convirtió en un lento
éxito mundial. Una joya que aún se degusta como si no hubiera pasado
medio siglo. Algunos creen que pasó de moda, que el tiempo la sepultó
hasta convertirla en una reliquia de exquisitos. Hace 20 años ya se
decía eso, sobre todo en España, donde hubo entonces una reticencia
suicida con respecto a lo que hizo posible el boom de la literatura latinoamericana. Entonces, un grupo de editores de Alfaguara, que ahora reedita Rayuela,
decidió, con la complicidad del artista Eduardo Arroyo (que dibujó el
capítulo siete) y la Fundación March, Aurora Bernárdez y Carmen Balcells
organizar una campaña para elevar el espíritu del conocimiento de
Cortázar. La campaña se llamó Queremos tanto a Julio y
consistió en una serie de actos en la fundación. Un grupo enorme de
jóvenes se acercó, como para ir a un concierto. Fue entonces la
resurrección española de Cortázar y, sobre todo, el regreso solemne, o
divertido, de una novela que quien la leyó, no solo la leyó dos o tres o
más veces, sino que ahora querría leerla nuevo. No para saber cómo era,
sino para saber cómo es.
El País
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