Durante buena parte de su vida, Fogwill, al
despertar, tomó nota de sus sueños, en el afán de no olvidarlos, de no
clausurar en la vigilia esa ventana que se abría a otros mundos
posibles. Y en este libro los narra, los explora, los ordena, los
compara, interpelándolos desde ángulos tan diversos como personales,
reflejo de sus múltiples intereses y pasiones.
«Barcos
que vuelan», «Natación», «Humanitos», «Sueños eróticos», «Calvicie»,
«Cosas perdidas», «Las pipas», «El ojo» son algunos de los sueños que el
autor describe, con una lucidez y una sinceridad ejemplares, tanto en
el testimonio de lo soñado como en la meditación que lo rodea.
«Uno de los autores más fascinantes y excéntricos de la mejor literatura argentina.»
Ignacio Echevarría
«Para
afectos a la literatura auténtica, la que abandona las parcelas más
trilladas, ajenas al tópico, reparadora de mediocridades, audaz.»
Joaquín Marco, El Mundo
Joaquín Marco, El Mundo
Comienzo del libro
Claro
que vivo. Pero esto es provisorio. Permanente es lo que no vivo. Se
dice: «Ay... ¡si uno pudiera...! ». Pero no. No pudiera, uno. Y aunque
se pudriese conjugando como es debido, uno jamás podría. Y si alguien
sí, nos duele. O huele mal. Siempre duelen o huelen mal los poderes del
otro. ¿Y el poder de uno? Envíen a alguien ya mismo a buscarlo y verán
que poder es más o menos fácil: se puede lo posible. Lo difícil es poder
poder, poder hasta que se pueda poder lo que no se puede. Mas no se da.
Y si se da cuando uno llega hasta el punto de acariciarlo, justo es ahí
cuando o donde no se lo permiten. No se le permite. Lo, le, la, me, te:
permutaciones del permiso del otro que nunca se llega a conseguir. ¡Y
algunos creen que el español ha suprimido las declinaciones! Rosa,
rosae, rosarum, rosastre, la, le, li, lo, a él. Formas del roce entre
uno y la palabra. Y entre uno y otro: el infinito divisible. El resto es
silencio. Mmmmmmm de mudo. La mutación del alma, más buena letra y a
otra cosa. Por ejemplo, al relato. Había una vez que yo soñé algo y lo
olvidé. Ese sueño y sus no imágenes me siguen hasta hoy, cuando han
pasado casi treinta y nueve años. A eso se llama vivir, o haber
vivido, pendiente de un olvido. Es natural ahora, cuando el olvido roe
las neuronas, pero aún recuerdo que aquella vez, hace casi cuarenta
años, soñé y olvidé y desde entonces pienso que el grueso de la memoria
se compone de cosas negras hechas de puro olvido. La memoria está llena
de olvido, llena de olvido, vacía de sí, llena de olvido, casi hecha de
puro olvido. Uno mismo termina hecho de puro olvido. La idea era
recordar los sueños. Durante un tiempo me propuse recordar los sueños,
es decir, olvidar el menor número posible de sueños. Joven, pronto
imaginé que bastaba tomarlos en serio y recordarlos al despertar y
evocarlos un par de veces rato después de despertar, para fijarlos en la
memoria. Por un tiempo. Parece que el sueño sucede en un espacio (¿será
la mente, la conciencia, el interior...?) al que vendrían a caer los
sueños siguientes para desplazarlo a otro lado. La nada oscura. A veces
pienso —y es como un sueño ese pensar— que si realmente uno tomase con
toda seriedad el propósito de recordar los sueños y se aplicase a ello y
se esforzase, podría llegar a recordarlos todos. Es decir, recordaría
incluso los que fueron olvidados. Al menos su nombre, «sueño del pato
que habla», «sueño del zapatito de la bailarina», etc.
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