La mujer tuerta a la que su marido le recrimina que se ponga el ojo
de cristal, el despertador que funciona como un cangrejo, el niño de las
dos cabezas y esa bestial unión del bien y el mal que era el
gallitigre, cruce del felino enamorado del ave, entre otras muchas
criaturas aberrantes, están desde ayer huérfanos después de que el
corpacho de su padre, Javier Tomeo, no pudiera resistir más las múltiples complicaciones de una diabetes que en los últimos meses le llevaban a dormir mal y a moverse “como un caracol”
(de nuevo su amado mundo animal) y falleciera por una grave infección
en el hospital Sagrado Corazón de Barcelona, a los 80 años.
Esos seres que poblaron una de las obras más inclasificables
del último medio siglo de las letras españolas no surgieron de la
infancia de ese niño nacido en el pueblo oscense de Quicena en 1932.
Entonces solo había lecturas de Verne y Salgari, aunque en la genética
debía haber algo de la tierra. “Soy aragonés, no puedo escribir más que
negro y Buñuel es mi Dios; quizá tuvo la culpa la pintura de Goya”, se
parapetaba el escritor. Luego, al poco tras un ligero silencio y una
mirada más allá del interlocutor, la confesión: “En parte, mis
personajes son nacidos de mis carencias”.
Esa dualidad, una dureza que provenía de una notable estatura y una
voz grave pero que hacía de baliza de unos sentimientos nobles y
tiernos, marcó tanto la vida como la obra del escritor, pronto afincado
en Barcelona tras la emigración de sus padres. Ahí cursó Derecho y, más
tarde, Criminología (“para saber más del alma humana”), que no
sepultaron una vocación que arrancó con novelitas de quiosco bajo el
pseudónimo de Frantz Keller. “Te pagaban de 10 a 25 pesetas y firmabas
con nombre extranjero porque si no, en este país, no te compraban”,
justificaba.
En esa cultura pulp castiza y en el despacho de la multinacional
Olivetti se fue forjando una escritura personalísima, de literatura del
absurdo, de regusto kafkiano y, lo más inquietante, que se daba en
espacios y situaciones bien normales. Así surgiría en 1967 su primer
libro, El cazador, donde un hombre se encierra en su habitación para no
ver nunca a nadie más. Se lo había editado Tomás Salvador desde el
pequeño sello Marte, como torna por lo poco que pagaba a aquel joven que
trabajaba horas allí. El camino estaba trazado. Pronto llegaría El
unicornio (1971), donde los espectadores a una función son aniquilados
uno a uno. Nada, algo normal. O El castillo de la carta cifrada (1979).
Muchos de esos títulos ya estarían poblados por esos seres extraños, a
mitad del animal y del hombre, que le caracterizaron. “El monstruo
permite señalar defectos y moralizar; el lector, más que nunca, necesita
hoy ser moralizado”.
Ese mundo de Tomeo no encajaba entonces. Eran tiempos del realismo
social. Él lo intentó con la historia de un limpiabotas emigrante… “Pero
me cansé de mi mismo a las 20 páginas y me acordé de que Pereda lo
había hecho antes mucho mejor cien años atrás; por suerte, me dio
entonces por leer a Kafka, a Sartre, a Hansum, a Poe…”. Se desmarcó del
realismo e impuso a sí mismo y a su literatura su fuerte personalidad,
lo que provocó aquel comentario de Juan Benet, que aseguró que sus
novelas eran simples croquetas de idéntico sabor. “Bueno, fui una
víctima de Kafka, al que llegué por Freud. Mi mundo y mis personajes han
sido el Ello freudiano, lo inconsciente, las pulsiones”…
Debió esperar Tomeo hasta mediados de los ochenta para que esa
trayectoria fuera reconocida. Ocurrió en 1985, con Amado monstruo,
inocua entrevista de trabajo que va desvelando la extraña personalidad
(y también la morfología) del aspirante. De pronto, todo encajaba: ese
surrealismo y una fraseología breve fruto de una destilación del
lenguaje poco usual acabó, en pleno momento Tomeo, siendo representada
como obra teatral en París en 1989, el mismo año que aparecía su libro
preferido, Historias mínimas, un prestigio que apuntalarán El gallitigre
(1990), El crimen del cine Oriente (1995). Sus obras empiezan a
representarse hasta en Alemania. El eco es tal que incluso desde su
tierra se impulsó su candidatura al Premio Nobel.
En un reflejo de su propia vida sincopada, su luz parece languidecer y
él, con casi medio centenar de obras, fue encerrándose en sí mismo,
acentuando su manía de corregir y corregir sus textos. El mundo cultural
y literario pareció haberlo olvidado, como si su tiempo hubiera pasado.
Nunca obtuvo un gran premio. “No, no se ha sido injusto conmigo; puedo
vanagloriarme de tener lectores de culto cada generación”, se defendía. Y
las ediciones de sus Cuentos completos el año pasado y hace unos meses
de Constructores de monstruos parecen darle la razón. Un rato después,
la confesión: “Me he ido apartando del mundo literario; una novela mía
hoy es como tirar una piedra al agua. En muchos premios me veo rodeado
por escritores mediáticos y me pregunto: ‘¿Qué hago yo aquí?’. Es un
agravio comparativo constante”.
Poco amante de la televisión (“solo me sirve para ponerme de mala
leche, pero eso me ayuda a escribir”, admitía), parecía él mismo uno de
sus entrañables monstruos, incapaz de encajar en el mundo. Seguía
escribiendo a diario, riguroso, sin tregua consigo mismo (“si puedo
decir algo en cuatro palabras no uso ocho”), en particular por las
mañanas cuando, decía, “oigo cantar a los pájaros y al alguna vecina por
el patio interior; eso infunde optimismo: por las mañanas todo parece
posible”.
Vivía solo, no tenía hijos y ya hacía tiempo que se dedicaba casi
exclusivamente a releer, “libros-herramientas”, decía él, como el
Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Si se le forzaba mucho, soltaba
los nombres de Shakespeare, de Dante y el Quijote de Cervantes.
No citaba contemporáneos porque no leía nada de nadie para, en realidad, no contaminarse. Para ser un monstruo en estado puro.
El País
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