Una sensacional comedia de enredo, suplantación y
dobles identidades, elegida por Jorge Luis Borges como parte de su
biblioteca personal.
Priam Farll es el
más reputado pintor de Inglaterra: célebre por sus cuadros sobre
policías y pingüinos, es adorado por el público y la crítica. Tímido
como un cervatillo, nadie conoce su aspecto, pues lleva años viviendo en
el extranjero junto con su criado Henry Leek, un granuja de tomo y
lomo. Un día regresa a Londres de incógnito, y Leek tiene el mal detalle
con su amo de fallecer súbitamente de pulmonía. El doctor que certifica
la muerte confunde a Leek con Priam Farll, y pronto la noticia corre
como la pólvora: el gran pintor ha muerto. Farll ve el cielo abierto y
decide no sacar al mundo de su error: finge que es Henry Leek, y hasta
asiste a su propio entierro en la abadía de Westminster. Es entonces
cuando entra en escena una pizpireta viuda de Putney, Alice Challice,
que estaba prometida en matrimonio por correspondencia con Leek, y con
quien Farll se aliará para luchar contra las adversidades de la vida
moderna.
CAPÍTULO I
La bata de color pulga
El
peculiar ángulo que el eje de la Tierra forma con el plano de la
eclíptica —ángulo del cual depende en buena medida nuestra geografía, y
por ende, nuestra historia— era la causa de que en la época en que
comienza este relato se produjera el fenómeno conocido en Londres con el
nombre de verano. Ocurría además, a la sazón, que nuestro globo, en su
continuo girar por el espacio, presentaba su cara más civilizada del
lado contrario al Sol, de lo cual resultaba que era de noche en Selwood
Terrace, una de las calles más céntricas del barrio londinense de South
Kensington.
En el número 91 de Selwood Terrace,
dos luces, una en la planta baja, otra en el piso principal, revelaban
calladamente que la pericia humana tiende a burlar las inteligentes
disposiciones de la Naturaleza. La casa del número 91 era una de las
diez mil similares que hay aproximadamente entre la estación de South
Kensington y North End Road. Con su horrible fachada de estuco, su
cocina en el sótano, sus escaleras de cien peldaños, su perfecta
incomodidad, y pesando sobre su conciencia la muerte de sirvientes de
toda clase, esas viviendas levantan hacia el cielo sus escuálidas
chimeneas de latón, y esperan con aire melancólico a que llegue el día
del Juicio Final de las casas de Londres, ignorando con sublime
inocencia las velocidades de rotación y de traslación de la Tierra y el
atolondrado deambular de todo el Sistema Solar a través del espacio
sideral. Se notaba que la casa número 91 no era feliz, y que solo podría
alcanzar la felicidad con un cartel que dijera «Se alquila» en el
frontispicio, y otro con el aviso «No hay botellas » en la ventana del
sótano-cocina. Pero lo cierto era que no poseía ninguno de estos
remedios específicos. Aunque en los últimos tiempos solía estar vacía,
nunca llegó a quedarse sin inquilino. A lo largo de toda su respetable y
larga carrera, ni una sola vez permaneció desalquilada.
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