Creo que se ha infravalorado el papel de los inquisidores en la
promoción de las más interesantes obras literarias. Oscar Wilde señaló
que lo más decisivo de la literatura moderna se encuentra en los libros
que no debían leerse. Para quienes crecimos y tratamos de desarrollarnos
intelectualmente bajo la dictadura gazmoña y obtusa del franquismo, las
fobias de los censores nos sirvieron a menudo como pistas para
encontrar los autores que más necesitábamos. Franco era, heráldico, el
Centinela de Occidente, pero en las garitas de la censura bibliográfica
los que montaban su guardia prohibitiva eran los clérigos. Los mismos,
por cierto, que hoy reclaman con vehemente elocuencia la libertad en la
enseñanza que antes tanto obstaculizaron y que se alzan contra
asignaturas “adoctrinadoras” como la Educación para la Ciudadanía pero
siguen queriendo adoctrinar religiosamente en las escuelas…
En aquellos tiempos, dos jesuitas —¡qué le vamos a hacer!— se
sucedieron en la publicación de guías de lecturas que calificaban las
obras según criterios de mayor o menor inmoralidad, lo mismo que ahora
reparten estrellas o tenedores las guías gastronómicas (que por cierto,
en muchos casos no son menos dogmáticas ni supersticiosas). El primero
fue el padre Ladrón de Guevara, con sus Lecturas malas y buenas
(aclaraba que el título respondía a que hay más de las primeras que de
las otras), el cual nos previno contra el “impío Baroja” y en la
clasificación alfabética, al llegar a Galdós, recomendaba “búsquese en
Pérez cuan malo es este autor”. Creo que sólo se salvaba, y no sin
alguna reticencia, el padre Luis Coloma (¡“Jeromín”!). Después fue
seguido por el padre Garmendia de Otaola, que llevaba un registro
minucioso de cuanto se publicaba, asestando también una ristra de
prevenciones aunque algo más modernizada, pues un libro ya no sólo podía
ser “crudo” o “lascivo”, sino también “marxista”. Por supuesto, los
jóvenes pervertidos que consultábamos los varios volúmenes de su anuario
seguíamos los denuestos como si fuesen ovaciones y buscábamos con celo
las obras que los merecían.
En algunas sonadas ocasiones, el buen jesuita de Deusto se ahorraba
los calificativos descalificadores y hacía descender el telón sobrio de
lo inapelable: “Todas sus obras están incluidas en el Índice de libros prohibidos”. Era para mí el diez sobre diez, la matrícula de honor con premio extraordinario. Así localicé a André Gide y sus Nourritures terrestres se convirtieron en una guía vital (y sensual) para mí, hasta que lo sustituí por el Zaratustra
de Nietzsche, que es droga más dura. Pero siempre he conservado un
especial afecto intelectual por quien fue considerado en su época “el
contemporáneo esencial”, es decir aquel cuya vigilancia y referencia
establecía el control moral de la actualidad. Por eso he disfutado y
agradecido especialmente el excelente ensayo que acaba de dedicarle Luis
Antonio de Villena (André Gide, Cabaret Voltaire) y que, más
allá de lo meramente biográfico, profundiza con agudeza en la
interpretación del complejo personaje y la repercusión de sus obras en
los autores españoles.
No me atrevo a decir cuáles pueden ser los escritos de Gide más
atractivos para el lector actual. Como lo que guarda mayor fascinación
es su propio personaje, quizá sean sus textos autobiográficos, empezando
por Si la semilla no muere y concluyendo por el emocionante Así sea. Y desde luego el oceánico Diario,
mas de 2.500 páginas, que quizá resulte preferible leer en una
antología como la preparada por Peter Schnyder para Folio. Los grandes
diarios de los literatos franceses (el de Jean Renard, el de Paul
Léautaud, el de Paul Morand y desde luego el de André Gide) fueron los
antecedentes de los blogs actuales. A veces padecen defectos similares,
algunos de los cuales le criticó Roger Caillois a Gide, pero también son
igualmente adictivos. Y en el suyo Gide acertó a veces a expresar en
dos líneas su ideal artístico (“Las cosas más bellas son las que inspira
la locura y escribe la razón”) o su personalidad misma: “No soy más que
un niño que se divierte, doblado de un pastor protestante que le
aburre”.
El País
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