Jostein Gaarder en la Casa del Lector, en el Matadero de Madrid / Bernardo Pérez (EL PAÍS)
“¿Puedo querer a otra persona tanto como me quiero a mi mismo? ¿Qué
es un buen amigo?” No hay sabio que pueda aportar una solución certera a
esos enigmas, aunque tampoco es ese el objetivo del escritor (al menos
no exclusivamente): el texto, acompañado de ilustraciones del artista
Akin Düzakin, está en realidad dirigido a los niños. “Es un libro
pequeño sobre las grandes preguntas”, explica. Si en El mundo de Sofía
la dinámica consistía en mostrar las resoluciones de los filósofos
respecto a las grandes cuestiones, enmarcadas en un relato, en esta
ocasión las tornas se han vuelto, y es el propio lector quien debe
formar sus propias conclusiones. “Algunas de las respuestas, como por
ejemplo qué es el Bing Bang, existen, pero incluso aunque no las
sepamos, preguntarse sobre ello aporta una experiencia profunda sobre lo
fantástica que puede ser la vida en el universo”.
Dicharachero como un chiquillo —cuenta que a los 11 años comprendió
que existía, la más profunda de las iluminaciones, y que entonces se
propuso no crecer nunca—, dispuesto a lo que le echen, Gaarder (Oslo,
1952) se apeó este miércoles en Madrid para pronunciar el discurso
inaugural de la Casa del Lector, en el Matadero,
un proyecto pionero para la investigación, formación y difusión de la
lectura y el arte. Responde con un chorro incontrolable que brota de una
amplia y permanente sonrisa enmarcada en un rostro rubicundo. ¿Se
imagina él un mundo sin libros? “Es difícil”, se detiene, cavila. “Pero
creo que realmente no los necesitamos: lo que hace falta son las
historias”. Él creció en una casa repleta de volúmenes, pero nunca fue
uno de los que los devoran: su pasión por la filosofía llegó por otra
vía, la de la duda. “Cuando era pequeño mis padres me dieron la libertad
de preguntar sin sufrir intolerancia”. Y eso es lo que intenta poner en
valor tanto con Me pregunto… como con el resto de sus
trabajos, muchos pensados para un público infantil: la trascendencia de
objetar, de ponderar, de ver el mundo, siempre, por los ojos de un niño.
“En Noruega tenemos un deporte que se llama la natación de bebés, y
que consiste en lanzar a los pequeños, incluso recién nacidos, a la
piscina. ¿Y sabes lo que pasa? Que no se ahogan, porque tienen una
habilidad innata. Pero si dejas pasar el tiempo, entonces tendrás que
enseñarles a nadar”. Con el ejemplo, uno de los tantos con los que
ilustra sus ideas, quiere subrayar la necesidad de educar en el
pensamiento crítico desde la cuna. También le sirve para llevar la
conversación al terreno de la sostenibilidad y la ecología, que percibe
como el problema filosófico más acuciante de nuestra época, y que
afectará, sobre todo, a los que están por venir. Sobre ese tema habló en
su discurso en la Casa del Lector. Y sobre él versa su más reciente
proyecto de novela, Anna. Una fábula sobre el clima de la Tierra y el medioambiente.
“Hasta ahora, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948
era el mayor logro de la literatura y la filosofía, porque esas palabras
no salieron de la nada, sino que están basadas en la reflexión humana
fruto de miles de años. Pero también debemos enfocarnos en las
responsabilidades y las obligaciones”, concluye. “Espero que el siglo
XXI nos traiga una Declaración Universal de las Obligaciones Humanas”.
El País
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