Precisamente durante este
proceso vital Harrison G. O. Blake escribe por primera vez a H. D.
Thoreau para solicitar su consejo y su orientación hacia una vida más verdadera.
Se inicia así una correspondencia intensa y reveladora, tan íntima como
filosófica, que para muchos constituye el más claro equivalente moderno
de las Cartas a Lucilio de Séneca.
De
carta en carta y durante trece años Thoreau le habla a Blake de cómo
ganarse la vida, del coraje, del sexo, del trabajo, del amor, de la
naturaleza, de la libertad, de la sociedad, de la política, de la moral,
de la alimentación, de la disidencia, de la religión, de la soledad y
de un tiempo pleno, donde la construcción de la subjetividad se labra a
golpes de una desorientación gozosa, libre y salvaje.
Décadas
después de la muerte de Thoreau, un Blake anciano confesaba seguir
leyendo y releyendo estas cartas, como si buscara aún en ellas una
verdad esencial y recóndita: «Y, sin embargo, sé que estas cartas siguen
viajando en el correo, que en cierto sentido aún no me han llegado, y
probablemente no lo harán mientras viva. De hecho, puede decirse que
estas cartas están desde siempre dirigidas a quien mejor pueda leerlas».
Así, a lo largo de esta
correspondencia, inédita hasta ahora en castellano, se descubre un
auténtico manifiesto del pensamiento de Henry David Thoreau, que
completa e ilumina obras tan fundamentales para la filosofía
individualista, antiautoritaria y ecologista como Walden o La desobediencia civil.
NOTA DE LOS EDITORES
A
Thoreau me gusta imaginarlo en el centro exacto de la laguna de Walden,
sentado en su bote, horas después de la medianoche, invisible como el
resto de criaturas, escuchando el tenue batir del agua contra la madera
del casco, clac, clac, clac, pero atento al chirrido de un ave a la que
no es capaz de dar nombre.
O bien siendo el
primer hombre que defendió públicamente al capitán John Brown, criminal,
forajido y gozne de la Historia, sin el cual quizás nunca se habría
abolido la esclavitud en los Estados Unidos.
O
bien en su lecho de muerte, cuando una visita le pregunta por su
relación con Cristo y Thoreau le responde que le importa mucho más
cualquier tormenta de nieve que el Hijo de Dios.
Sin embargo, a Emerson, al maestro, al gran filósofo, al gurú y al
padre de toda una generación de pensadores, escritores y poetas, me
produce cierta pereza imaginarlo. Y es que aun cuando no podría haber
Thoreau sin Emerson ni Walden sin Nature, ¿quién quiere imaginar a
Emerson? Emerson afeitado y repeinado, Thoreau barbudo y luciendo
remolino; Emerson blanco como una servilleta de hilo, Thoreau pardo como
un labriego; Emerson elegante a cualquier hora, Thoreau orgulloso de
ser el primer hombre de Concord que vistió gruesos pantalones de pana;
Emerson madrugando y aseándose en un aguamanil de porcelana, Thoreau
madrugando y bañándose desnudo entre las placas de hielo de la laguna;
Emerson durante tanto tiempo pastor de la Iglesia unitaria, Thoreau
alejado siempre de todos los templos; Emerson postulando en sus escritos
la autonomía individual y el propio juicio por encima de cualquier
autoridad, Thoreau durmiendo en la cárcel por negarse a servir a un
Estado cruel y asesino; Emerson recorriendo Europa para forjar su
carrera como filósofo, Thoreau recorriendo los bosques para ser feliz;
Emerson censurando un ensayo de Thoreau: donde ponía «copulación» la
historia leyó «matrimonio», Thoreau ya muerto, dejando dos últimas
palabras: indio, alce.
Boomerang
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