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Diccionario de música, mitología, magia y religión

En este diccionario sin precedentes, Ramón Andrés, poeta, ensayista y a la vez reputado estudioso de la música, nos acerca al análisis de la naturaleza y los sonidos, así como a la interpretación de los símbolos que en ellos se contienen, al nexo de unión que la música establece entre los dioses y los hombres, que constituye, al cabo, una detallada muestra de la evolución del pensamiento humano. Mitologías como la griega, la hindú, la céltica o la escandinava, permiten adentrarnos en las grandes leyendas de la cultura indoeuropea, conocer a los héroes transformados en arquetipos de nuestra cultura, desvelar el contenido simbólico del Universo, los árboles, las plantas alucinógenas y los animales, que forman parte de un extraordinario escenario mágico que acogió la primera historia del hombre y que se recoge en la música. Un trabajo de hondo calado que no nos propone sin embargo la mera consulta aislada de sus voces, sino que se convierte, por derecho propio y en su lectura lineal, en una obra de referencia amena y entretenida.

"Con carácter enciclopédico y didáctico al tiempo, este diccionario de referencia (de ábafis a Zeus registra su abanico de entradas) sorprende por su dinamismo y homogeneidad. Música, religión, mística y magia se alternan en casi dos mil páginas de erudito saber de la mano de un autor cuyos libros son una referencia en el mundo musical". Toni Montesinos, La Razón

«El mérito grande de Ramón Andrés consiste en proveerse de un estupendo hilo rojo para internarse en la espesura del origen de la música en la cultura».
Eugenio Trías,
El Mundo

«Ramón Andrés es un gran conocedor y amador de la música, además de un cultivador de todo cuanto ella ha significado y significa».

Enrique Badosa,
ABC

«Ramón Andrés es un estudioso de la música de gran prestigio, artífice de publicaciones notabilísimas». Jordi Llovet,
El País

UNAS PALABRAS
En el núcleo de las creencias y los mitos, y no menos de las religiones y las fábulas heroicas, está la inquietante contraposición entre el tiempo humano y la eternidad divina. Existir para conocer y desentrañar, morir para ir en busca de lo que no se halló entre los semejantes. La cenagosa morada de los difuntos en Tuonela, las sombras infernales de Angra Mayniu del Avesta, oír en el Valhala la voz de los guerreros caídos en combate, escuchar el viento en el ramaje de los árboles cósmicos, pensar en el círculo celeste que se abre con la danza de un derviche, el sonido de una flauta que llora porque ha sido cortada del cañaveral, son escenas de una misma narración, esa que no es capaz de acotar nuestro pasado, sino, bien al contrario, de prolongarlo. Hay un luminoso mundo de lo oscuro. Quienes vivieron hace miles de años otorgaron al Sol un carácter sagrado, no tanto porque anunciara y diera vida al nuevo día, sino porque, consideraban, venía de la noche, donde se forjaba el destino de cada uno. Lo que procedía de la penumbra era necesariamente sabio, así lo estimaron.

    Conjeturamos en términos de verdad y mentira, de verdadero y falso, y así juzgamos la realidad de cuanto nos conforma, pero en épocas arcanas estos conceptos apenas se diferenciaban; nada en sí era enteramente verdadero ni nada, en consecuencia, se antojaba del todo falso, porque, a efectos prácticos, las rememoraciones y los cantos de los antepasados se estimaba estaban inspirados por el aliento de algún dios, por la manifestación de una musa o de un espíritu no sujetos a la dimensión de lo real; era un aliento que venía de la intuición, de lo imprevisible. Por eso llamaban «divino» a aquello que no era fácil de entender, a aquello que no podía descifrarse a primera vista, del mismo modo que hoy no comprendemos cosas que acaso sean evidentes para quienes nos sucederán.  

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