Los personajes de los cuentos de Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942)
tienen vidas irreales: el exguerrillero devenido en vendedor de pan
apuntillado por una bayoneta tras una tonta disputa por la hombría, el
emigrante que enmudece para siempre porque desconoce el nuevo idioma, el
boxeador de conducta gentil en el ring que pierde la autonomía física y
mental tras una pelea de aliño, la trapecista que también era amazona,
prostituida por su marido tras las funciones de circo. Sin embargo son
realismo puro.
En la mayoría de los casos, Ramírez ha acudido a la narrativa cruda de los periódicos para componer parte de los relatos de Flores oscuras (Alfaguara), tramados en los últimos años con la excepción de La cueva del trono de la calavera,
escrito en San Juan de Costa Rica en 1967 y rehecho en Managua en 2003.
“El cuento me lleva cada vez más a la crónica periodística, que me
permite escribirlo con distancia y sin pasión”, explica en Madrid.
El criminal que mata al exguerrillero en una reyerta por la virilidad
es un adolescente apenas, un asesino sin nombre protegido por la
minoría de edad y la desmemoria. No sabe a quién ha matado. Esa amnesia
en la que se baña cada generación, desdeñosa hacia lo que hayan hecho o
dejado de hacer sus padres, es la fuerza del relato. “Me apasionan esos
contrastes que causa la historia en los seres humanos, grandes
acontecimientos que relampaguean y luego quedan en nada. La historia los
coloca donde quiere, cambia su vida, los altera”.
Sergio Ramírez cabalgó sobre uno de esos relámpagos y observó las
caídas de quienes cabalgaban a su lado. Una etapa de la que dejó
constancia en su libro de memorias, Adiós muchachos (1999). “Al
inicio de la revolución hubo grandes estrategas, que eran jóvenes de 20
o 22 años, que en muchos casos nunca habían ido a la escuela y que,
tras el triunfo de la revolución, ya no servían para nada y terminaron
en el alcoholismo o el suicidio… fueron los primeros derrotados de la revolución”.
Sergio, no. Sergio Ramírez se convirtió en vicepresidente de su país
en 1984 cuando los sandinistas y su afán de cambio tomaron el poder. Y
puede que no sucumbiese mientras la revolución sucumbía gracias a la
literatura. Llevaba 10 años sin escribir —la década que empleó en
combatir la dictadura de Somoza: “abandoné todo, solo me dediqué a la
conspiración, olvidé mi primera novela (Tiempo de fulgor) que
se publicó gracias a Carlos Barral”— y calculó que tardaría otros seis
si se embarcaba en la tarea de gobernar Nicaragua. “Si no escribía más,
mi carrera literaria estaría muerta”, recuerda ante un ventanal que da a
la Gran Vía madrileña, una mañana bochornosa y plomiza.
Junto a la tarea política se marcó un rígido programa interno al que
permanecieron ajenos los nicaragüenses. Su vicepresidente se levantaba
cada madrugada a las 4.00 para escribir tres horas, antes de sumergirse
en la cosa pública. “Era una situación complicada porque era escritor y
era miembro del Gobierno y dividir las dos aguas era muy difícil”,
reconoce.
Sin duda Ramírez debe ser el primer vicepresidente que culmina una
novela en pleno mandato porque su plan de reforma interior para
reencontrarse con la literatura gozó de éxito. Nada que deseara airear:
pidió a la editorial que se abstuviera de mencionar su cargo político en
la cubierta. ¿Acaso alguna editorial sobre la tierra se abstendría de
recurrir a semejante reclamo comercial? “Yo si leo en un libro que el
autor es vicepresidente… no compro la novela”, confiesa con risa y en
serio Ramírez.
Pero la política quedó atrás —rompió con el sandinismo en 1996, dos años antes de ganar el premio Alfaguara con Margarita, está linda la mar, y de iniciar una exitosa carrera con títulos como La fugitiva, El cielo llora por mí, Un baile de máscaras o Castigo divino—,
aunque inevitablemente vuelva adelante en cada entrevista. “Puedo
opinar en un artículo de prensa, pero yo cuido la soberanía del oficio
literario. La tentación política no existe para mí”. Y calla, y sigue:
“Nunca la tuve. Nunca fui un político tradicional como Andreotti, uno de
esos políticos que cae y se levanta”.
Sergio Ramírez, como otros desencantados, ha tenido sus más y sus menos con los antiguos compañeros que siguen en el poder.
Pese a ello sigue viviendo en Managua. “Tenemos una convivencia
pacífica. No se meten conmigo ahora. A estas alturas me sentiría como en
el exilio si tuviera que vivir en otro lado de forma permanente. Paso
temporadas fuera, en Estados Unidos o en otros países, pero sé que es
temporal. Ya viví el desarraigo en el pasado”.
El País
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