En la mañana del Día del Libro, me levanté con cierta energía y lancé
una mirada furtiva al espejo. Una vez más, me vi igual de bestia que
nuestros antepasados de las cavernas, pero con notables grados de
neurosis contemporánea. Como a las 12 horas me tocaba firmar libros
junto a Frank de la Jungla, me dije que podía plenamente confiar en no
desentonar.
En la calle, temprana animación inusitada, aparente ansia colectiva
de que el día fuera diferente. En la radio me invitaron a nombrar
escritores jóvenes recién leídos y cité tres libros que me habían
interesado: La propagación del silencio, de Sònia Hernández (Alfabia); Las ilusiones, de Jonás Trueba (Periférica); Intento de escapada,
de Miguel Ángel Hernández (Anagrama). Y el libro de alguien de más
edad, me pidieron a continuación. Estupor por momentos. George Steiner,
acabé diciéndoles, La barbarie de la ignorancia, traducción de Mario Muchnik.
Al salir de la radio, me acordé de Arthur Koestler, para quien el
cerebro humano constaba de una pequeña parte, ética y racional (todavía
muy pequeña) y una enorme trastienda cerebral, bestial, animal,
territorial, cargada de miedos, de irracionalidades, de instintos
asesinos. Harían falta millones de años, dijo, para que la evolución
moral acabara con la brutal trastienda.
El día duró lo mismo que un día en la jungla y me retiré a mi cabaña a
una hora prudente lamentando, como siempre, que hubiera triunfado el best seller
superficial y demás tonterías colosales. Pero luego caí en la cuenta
que, tal como dijo una librera barcelonesa a los informativos de TVE,
ese día de Sant Jordi “compra libros todo el mundo”. No era este un
detalle menor. Todo el mundo. De hecho, esa apoteósica venta masiva
permitía confirmar lo que venía a decirnos George Steiner en La barbarie de la ignorancia:
en nuestro planeta el 99% de los seres humanos prefieren, y están en su
perfecto derecho, la televisión más idiota, el fútbol ladrado, Jackie
Collins, el teatro más banal y la última desnortada película
estadounidense, el bingo antes que Esquilo y Platón. Es lo que hay. Por
todas partes tenemos fast foods, McDonald’s y los Kentucky
Fried Chicken del espíritu humano le ganan un millón contra uno a la
cultura. No se puede pedir a la gente que se aficione a lo que para ella
es una pesadez y un esfuerzo inútil. El animal humano, dice Steiner, es
muy perezoso, probablemente de gustos muy primitivos, mientras que la
cultura es exigente, cruel, por el trabajo que exige y, además, reclama
un sudor del alma.
Cierto optimismo en la época de Diderot y las Luces hizo que se
llegara a creer que la cultura nos haría avanzar y la trastienda brutal
de nuestros cerebros perdería volumen, y hasta llegó a creerse en una
evolución moral y en sociedades justas, donde educación y cultura
tuvieran una especial eficacia. Pero no hemos ido por aquí. Basta mirar
la mancha humana que se despliega en cualquier honorable Día del Libro
para ver que la trastienda brutal aparece cada año disfrazada de tienda
de chucherías para todo el mundo.
Hubo un tiempo en el que los obstinados esfuerzos de algunos llevaron
a creer que las cosas podrían ir a mejor y sin embargo hoy sabemos que,
después de todo, tampoco la cultura es una panacea, es ridículo hacerse
ilusiones con ella, baste recordar sus relaciones con el III Reich y
preguntarse cómo uno de los países más cultos del mundo pudo engendrar
esa pulsión de muerte. ¿Y cómo explicar, además, que un sector de la
cultura alentara el despliegue de la barbarie?
Y sin embargo hay días en que, a pesar del clima de desánimo, incluso
veo posible esa evolución ética y aún confío en que pierda fuerza la
enorme trastienda bestial, animal, con su escandalosa propensión a la
estupidez. Claro que para algo así, acabo recordando siempre, harían
falta millones de años.
El País
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