“Hallo, Hallo”, saluda la voz distorsionada por megafonía. En mitad
del gran solar dejado por los cuarteles generales de la SS y la policía
nazi en el corazón de Berlín no hay duda de quién se dirige a la
audiencia con la dicción tajante de los voceros de Hitler. Anuncia el
megáfono que esto, pese a todo, es una ópera y que tratará del Imperio
de la Atlántida, donde la Muerte está a punto de abandonar su tarea. La
obra de Viktor Ullmann Der Kaiser von Atlantis oder Die Tod-Verweigerung (El Emperador de la Atlántida o La renuncia de la Muerte)
se representó este fin de semana dos únicas veces en el vestíbulo del
complejo conmemorativo berlinés Topografía del Terror, sobre el terreno
que ocuparon los calabozos de la Gestapo y el despacho de Heinrich
Himmler. Pese a la “guerra de todos contra todos” que declara a su
comienzo de la pieza el tirano Overall -Über Alles, Por Encima de Todo como Alemania en su himno nacional-, en la Atlántida nadie puede morir.
Son las circunstancias opuestas al del lugar donde el austriaco de
ascendencia judía Ullmann compuso y no llegó a estrenar su pequeña
“ópera en cuatro imágenes”. En el campo de concentración de
Theresienstadt, establecido en 1941 por los alemanes en una vieja
guarnición militar austrohúngara al norte de Praga, la muerte era ubicua
o aguardaba unos 500 kilómetros al este a casi 150.000 judíos en las
cámaras de gas de Auschwitz.
Allí acabó el propio Ullmann el 18 de octubre de 1944, tras esforzarse durante meses por estrenar su Emperador
para los presos de Theresienstadt. El musicólogo Albrecht Dümling
explicó antes de la representación del sábado que no lo deportaron solo:
“muchos implicados en el proyecto de su ópera terminaron en Auschwitz,
cantantes, músicos… De todos ellos, sólo sobrevivió el bajo”. El único
que dejó Auchwitz con vida fue el que debía interpretar a La Muerte.
El libretista checoslovaco Peter Kien tenía 25 años cuando murió de
una enfermedad en el campo de exterminio, nada más llegar. Su cadáver,
como el de más de un millón de judíos, -su esposa y sus padres entre
ellos- ardió en los hornos nazis y encontró la tumba en las nubes
polacas que cantó el poeta rumano Paul Celan.
Theresienstadt era distinto, un lugar espantoso pero con condiciones
de muerte artesanales en lugar de la eficiencia industrial de los campos
de exterminio como Auschwitz-Birkenau, Sobibor o Treblinka que los
alemanes construyeron en la Polonia ocupada sin otro fin que asesinar
judíos y, de paso, algunos grupos menores de “indeseables” o “asociales”
como los gitanos que se iban encontrando. En Theresienstadt,
superpoblada y miserable, los judíos disponían de distracciones como el
teatro o la ópera y disfrutaban de cierto grado de autogestión del
horror. Así, la autoridad civil tenía competencia para decidir quién
abandonaba el campo para dejar sitio a los nuevos transportes. El
destino, al Este, lo conocían todos.
“Qué enfermedad tienen mis soldados”, pregunta el Emperador y
Archipapa Overall (el barítono Klaus Häger) a su Tambor (la mezzosoprano
Vanessa Barkowski). La “guerra de todos contra todos” y la
“aniquilación de el Mal” que ella anuncia con la música del himno
nacional alemán son la “guerra total” propugnada por el propagandista
del régimen nazi Joseph Goebbels y el exterminio de los judíos. Pero las
toneladas de fósforo, los “torpedos subterráneos” y las “hordas de
aviones” no están sirviendo para nada. El médico certifica que se
extiende “una rara enfermedad, los soldados no pueden morirse”. ¿Número
de bajas? Ninguna.
Los hospitales están llenos de heridos que no salen de su agonía.
Espantado por la deserción de la Muerte (el bajo Martin Snell), que él
creía su aliada, el Emperador teme por el ejercicio de su poder
soberano: si no puede decidir sobre la muerte de sus súbditos, ¿quién le
va a obedecer? Haciendo de su capa un sayo proclama que el destierro de
la Muerte es obra suya y que regalará la vida eterna a sus soldados. La
sátira de Hitler, Goebbels y el nazismo debía ser obvia para los judíos
que no pudieran ver representado El emperador de la Atlántida” en Theresienstadt.
La escena siguiente es el encuentro entre la muchacha Bubikopf (la
soprano Claudia Barainsky) y un soldado (el tenor Martin Nyvall), que al
percatarse de que no pueden matarse mutuamente afinan un diálogo
amoroso cuyo efecto en el campo de concentración es difícil de imaginar:
“¿Será verdad que algunos paisajes no están acribillados por los
obuses? ¿Será verdad que algunas palabras no son rudas y amargas?”.
Escapan. Al final, el Emperador suplica a la Muerte que regrese y ésta
acepta a cambio de que él sea el primero en morir. Overall toma la mano
que le tiende la Muerte.
Uno de los organizadores de la velada, Peter Eckel, explicaba al
termino de la concurrida representación que la Fundación Topografía del
Terror quería “traer, simbólicamente, la voz las víctimas al lugar de
los culpables”. El cuadrado de cristal y aluminio de la exposición
permanente, levantado junto a las mazmorras donde los nazis torturaron a
decenas de miles de judíos, opositores y disidentes, se llenó el
viernes de dejes jazzísticos, de citas a Mahler y de referencias a la
Torá cantadas sobre las mismas cadencias de violín y trompeta que los
nazis despreciaban, sobre la tramoya legada por Richard Wagner y demás
antisemitas del Diecinueve, como “antimusicales” y “antialemanas”.
Cuando el compositor ya había abandonado el proyecto operístico por
los continuos problemas con las autoridades civiles, los nazis avisaron
de que se esperaba una visita de la Cruz Roja para la que requerían
orden y aseo. Tocaba reducir personal. Un rabino protestó y apareció
tiroteado. En la otra cara del libreto del Emperador de la Atlántida
pueden leerse aún listas de nombres de los judíos que iban a ser
deportados. El papel escaseaba. La Cruz Roja quedó muy satisfecha con la
visita a lo que les pareció un campo de concentración ejemplar. Poco
después, Ullmann y sus músicos partieron en los trenes de la muerte. Su
ópera se estrenó en 1975.
El País
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