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La teoría del pobre perpetuo

Marc Augé (Poitiers, 1935) lleva toda la vida observando humanos. Estuvieran en Togo o en el metro de París. Acaso sea esa curiosidad la que explica que el africanista se hiciera famoso por acuñar un concepto ultramoderno y superurbano, que pasaría desapercibido en boca del comisario de una feria de arte conceptual y que en la de Augé sonó a teoría para desbrozar el presente: los no-lugares, esos espacios anónimos que no son de nadie y son de todos como los aeropuertos, los supermercados o las autopistas.

Pero dado que considera al etnólogo un “testigo del planeta” y al antropólogo “un especialista del presente”, no resulta extraño que Augé, con su ojo avizor, se vaya metiendo en todos los charcos, ya sean suyos o ajenos. El último es un ensayo titulado Futuro (Adriana Hidalgo editora). ¿No es una paradoja en un examinador del hoy? “La paradoja reside en otro aspecto: la generalización de los problemas. Un etnólogo es un especialista de lo local, que no significa lo mismo que hace tiempo. Ha habido un cambio de escala y todo tiene ahora una dimensión planetaria. Esa es la paradoja: el etnólogo estudia la realidad social en un contexto y, hoy en día, el contexto es siempre planetario. Incluso para una pequeña tribu amazónica”.

Esa globalización, que va por partes, está al comienzo de un miedo que paraliza principalmente a las sociedades que antes vibraron con pujanza. Augé considera que hay temor a imaginar el futuro y una de las razones reside en lo que se ha perdido sin que nada ocupe el hueco.

“En el XIX aparecieron las utopías, pero en el XX hemos visto que han fracasado, como el comunismo, y ha aparecido una utopía liberal cuyas dificultades estamos viviendo hoy día. Eso da miedo. Y también el hecho de que tenemos la idea de que lo que ocurre en una parte le concierne a todas. La economía y la tecnología son globales y la sociedad y la política, todavía no lo son. Esa tensión entre los aspectos tecnológicos y económicos con los sociopolíticos es una razón de incertidumbre y miedo”.
Si no hay utopías para sustituir a las utopías, ¿cuál será el camino? Aunque Augé entrecierra los ojos con complicidad en la primera parte de su razonamiento —“es bueno que no haya utopías”— retorna a su sosiego afable para completarla. Él ha vuelto los ojos hacia la ciencia y su método. “La ciencia trabaja a partir de hipótesis. Cuando no funcionan bien, las cambian. Es todo lo contrario de lo que ocurre en el sistema político. Si hay un buen futuro posible es a partir de esa actitud científica perpetuamente revisionista —opuesta a la de las ideologías— y a la fidelidad a principios como los derechos humanos, la educación o la igualdad”.

“Los pobres tienen que acostumbrarse a ser pobres a medio plazo”

“Internet no significa nada si no se hace un esfuerzo en educación”

El antropólogo es rotundo sobre el fracaso de la utopía del XX — “la democracia representativa y el mercado liberal no han tenido éxito”, esgrime— y la necesidad de un cambio que no será definitivo y tendrá su trance conflictivo: “No es una constatación pesimista, la Historia siempre ha sido violenta”. Y añade: “La desigualdad entre los más ricos de los ricos y los más pobres de los pobres crece; y también crece entre los más instruidos y los analfabetos en los países emergentes. Eso genera violencia, pero también significa que la Historia no se acabó, que no tenemos la última fórmula como pensaba Fukuyama”. Y esta crisis, digan lo que digan los presidentes de Gobierno, equivale en su opinión a la temible de los 30. Peor en duración —“Esta es a escala planetaria y por eso requiere más tiempo”— pero no en remedios: “Fue la guerra lo que permitió salir de la crisis de los 30, hoy día no es posible una guerra pero hay otras formas de violencia”.

La pirámide social de quien dirigió durante una década de L'École des hautes études en sciences sociales introduce nuevas definiciones. En el vértice superior: una élite mundial ocupada por poderes de siempre y nuevos poderes —las multinacionales y las figuras de éxito global en el deporte, la cultura o cualquier otro ámbito—. A continuación, una masa que el antropólogo identifica por su función social: consumir. “Tenemos el deber de consumir porque es el motor del sistema. Si no lo hacemos bien, se desatan las crisis”, afirma. En tercer lugar: los excluidos, sea de la riqueza, sea del conocimiento. Y ahí seguirán dado que el sistema no tiene estímulos para incluirlos en el circuito económico y, por tanto, arrancarlos de su periferia social. “No es necesario crear nuevos consumidores, solo es necesario que los que ya existen consuman perpetuamente”. Su conclusión da para poca fiesta: “Los pobres tienen que acostumbrarse a ser pobres a medio plazo”.

De esto escribe en Futuro y de esto habló en el Círculo de Bellas Artes, en Madrid, durante su participación en el seminario El futuro que llega. Un porvenir marcado también por redes sociales y tecnologías de la comunicación, que pueden servir para lo mejor y para lo peor. “Son un medio para conocer a otros, pero existe el riesgo de que se tome por otro mundo distinto al real. Es una tontería decir ‘tengo dos millones de amigos’. Internet no significa nada si simultáneamente no se hace un esfuerzo considerable en educación. Cometemos un gran error si pensamos que sustituye a la educación y formación de los niños. Me preocupa que la adquisición de medios tecnológicos no tenga como finalidad tener un conocimiento real, la finalidad es la del mercado: vender”.

El País

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