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Y Mann peleó con Schoenberg

Fue un duelo entre dos caballeros y tuvo de paisaje de fondo la siempre espinosa cuestión del plagio artístico. Lo protagonizaron, espadas en alto, dos monstruos de la gran literatura y de la gran música de todos los tiempos, Thomas Mann y Arnold Schoenberg. Supe por primera vez de esa disputa hace ya muchos años cuando el profesor Jordi Llovet regresó de una larga estancia en Alemania y me contó que había estudiado en Frankfurt am Main y allí había conocido, a través de unos amigos comunes, a Gretel, la viuda de Theodor Adorno. Evité preguntarle si había alguna vez conseguido entender de qué hablaba en sus escritos Adorno, pues ya sabía lo que respondía en estos casos: "Bueno, pero a Góngora tampoco se le entendía nada".

Gretel le había enseñado a mi amigo Llovet las cartas que su marido le había enviado a Thomas Mann cuando éste redactaba su Doktor Faustus. Y por lo visto, la viuda no paró ese día de señalarle con toda malicia, encrespada de hecho, la forma tan descarada con la que Mann había plagiado los resúmenes que Adorno le había enviado sobre las teorías musicales de Schoenberg, resúmenes que el novelista había trasladado, íntegros y con gran descaro, a su novela y que a la larga provocarían el monumental y comprensible enfado del músico.

Las teorías musicales de Schoenberg que Adorno le resumió a Mann eran en realidad imprescindibles para el novelista si quería llevar a buen puerto su ambiciosa narración sobre las gestas artísticas y discusiones sobre la música del futuro en las que participaba su protagonista novelesco, el compositor Adrian Leverkühn.

Si bien la música había sido siempre uno de los horizontes estéticos de Mann, la naturaleza de Doktor Faustus —novela que discute cuestiones de estricta teoría musical— requería un asesoramiento competente. En su exilio californiano, Mann encontró en el joven Theodor Adorno el colaborador idóneo, pues éste había escrito ya textos filosóficos importantes en torno a los inventos musicales del genial Schoenberg y de la técnica dodecafónica. Y, además, se había mostrado en un primer momento adulón, casi servil, admirador ferviente.

La nota que acreditaba la “propiedad intelectual del teórico y compositor” a Mann debió parecerle una mancha de grasa añadida a un libro limpio y honrado

Mann, viejo zorro, vio inmediatamente en el joven filósofo el colaborador ideal; de hecho parece que vio en él incluso a un perfecto ghost writer, aunque luego supo reconocer su deuda en el libro La novela de una novela, donde invocó el apellido paterno de Adorno, Wiesengrund, para describir el tema de la arietta de la Sonata opus 111. En todo caso, Mann fue consecuente con lo que él llamaba su principio del montaje, que no consistía más que en la apropiación de materiales de fuentes diversas y su incorporación orgánica a la narración.

En la historia de este saqueo literario tan lícito como discutible (le fallaron las formas a Mann, que, como muchos plagiadores, terminó por creer que eran sólo suyos los fragmentos schoenbergianos de su novela), Adorno se sintió menos molesto que Schoenberg, el gran olvidado en este asunto y que puso el grito en el cielo cuando descubrió que algo que le había dejado insomne durante una infinidad de noches —la creación de la técnica del dodecafonismo— había sido burdamente resumido por Adorno para la mayor gloria de su amo y señor Thomas Mann.

Con la irrupción del encolerizado Schoenberg, se inició entre éste y Mann un largo duelo de floretes estilísticos, un combate farragoso para el novelista, que en realidad estaba más interesado en la arietta de la Sonata para piano número 32, opus 111 de Beethoven (pues veía en esa pieza el inicio de la ruptura entre la música y la belleza o, mejor dicho, la irrupción del gusto popular y, con él, cierto apocalipsis: el fin del mundo que miraba hacia lo alto, hacia Dios) que en discutir con Schoenberg, que reclamaba ser como mínimo citado en Doktor Faustus y para quien la novela no era más que una depredación y una mera vulgarización ridícula de sus descubrimientos musicales, descubrimientos que Adorno era incapaz, además, de saber transmitir.

La correspondencia entre Adorno y Mann se hizo eco de toda la polémica entre el novelista y el creador del dodecafonismo, disputa que invadió los medios periodísticos de aquellos años. Hubo disculpas y desagravios y en la novela acabó insertándose una nota que acreditaba la "propiedad intelectual del teórico y compositor" y que a Mann debió parecerle una mancha de grasa añadida a un libro limpio y honrado. De hecho, menciona en La novela de una novela la nota que le obligó a poner Schoenberg y se percibe que lo hace con gran malestar e indignación: "En el futuro, por deseo de Schoenberg, el libro habrá de llevar un epílogo…".

Parece como si, al escribirlas, se le hubieran clavado a Mann en el alma estas palabras: "En el futuro, por deseo de Schoenberg…".

A Mann le pareció siempre ridícula la acusación de plagio y desorientador el epílogo con las referencias a Schoenberg, desorientador porque entendía que el epílogo no sólo abría una pequeña brecha en la "esférica cohesión" de su mundo novelístico, sino que, además, le parecía que la idea de la técnica dodecafónica que se exponía en las esferas del libro, de ese mundo del pacto con el demonio y de la magia negra, adquiría "un matiz, un carácter que —¿no es verdad?— no posee en su valor intrínseco, y que realmente en cierta medida, la hace mi propiedad, es decir: la del libro".

Para Mann, las ideas de Schoenberg y su versión ad hoc estaban tan distanciadas que "hubiese sido ante mis ojos casi como una humillación el haber mencionado el nombre de Schoenberg en el texto".

El desenlace de la polémica llegó, como es habitual en estos casos, con la irrupción de la muerte. Falleció Schoenberg en 1951 y se dejó de discutir sobre los derechos de propiedad intelectual del músico en la obra del novelista.

Antes, en un artículo de 1948, recogido en El estilo y la idea, Schoenberg se ocupó de censurar el mandarinismo adorniano y explicó que la ciencia secreta no es aquella que un alquimista se resiste a enseñar, sino, por el contrario, una ciencia que no puede ser enseñada en absoluto, puesto que, o bien es innata, o bien no existe: "Esta es la razón por la cual el Adrian Leverkühn de Thomas Mann no conoce los elementos esenciales de la técnica dodecafónica. Todo lo que sabe se lo enseñó el señor Adorno, que, a su vez, conoce solamente lo poco que pude enseñarles a mis alumnos".

A veces, cuando pienso en todo este viejo asunto de la polémica sobre aquel plagio, creo darme cuenta de que si bien Mann se había propuesto en su novela localizar el momento en que estalló la ruptura entre el arte y la belleza (o, más bien, el fin del Gran Arte con la irrupción del gusto popular o, lo que venía a ser lo mismo: el fin del mundo que miraba hacia Dios y no hacia el hombre), el propio Mann, con su doloroso episodio de lucha con su vecino californiano Schoenberg, ilustró a la perfección —en la vida real, que es lo más asombroso— el fin de los novelistas todopoderosos, aquellos que, como Dios, en una época que ya es recuerdo, creían que todo era de su propiedad, incluidas esas partituras musicales del vecino que el mayordomo sabía perfectamente resumirles.

Doktor Faustus. Thomas Mann. Traducción de Eugenio Xammar. Edhasa. Madrid, 2009. 588 páginas. 11,95 euros.

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