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El libro como campo de batalla

Dos viajeras se mueven por separado dentro de una estación de trenes. La primera busca una conjunción de carteles indicativos grises y verdes, que encuentra rápidamente; en los paneles localiza una flecha dirigida hacia abajo y lee el mensaje adjunto. Como preveía, las palabras hacen referencia a los andenes de partida de los trenes. La segunda viajera, después de un largo viaje en tren, desea tomar un taxi. Persigue con los ojos un letrero que rece “salida” y a los pocos segundos divisa un grupo de paneles donde se halla el mensaje deseado. Junto a él, sorprendida, encuentra el dibujo de un taxi visto de frente. Ya completamente segura, se dirige a la dirección indicada por la flecha junto al taxi.

La diferencia entre estas dos viajeras reside en la habitualidad del tránsito. La primera es una viajera frecuente y conoce la señalética de memoria, mientras que la segunda necesita contrastar varias veces la información. Sin embargo, ambas están acostumbradas a desentrañar mensajes emitidos mezclando palabras e imágenes. Son viajeras distintas, pero ambas son lectoespectadoras. Las dos han distinguido a la perfección los paneles informativos entre los numerosos anuncios publicitarios que pueblan el inmenso hall del edificio de forma casi inconsciente, mediante un vistazo al conjunto textovisual (suma de imágenes y textos) de la estación. Sus cerebros han seleccionado automáticamente el grupo de letras y signos que componen la información institucional, descartando la publicidad (aunque ambas podrían después responder a la pregunta de si había o no tal cadena de comida rápida en el interior, pese a no haberse fijado en ella).

Que el cerebro privilegie una información necesaria (como hallar la salida) no significa que no haya procesado las demás. “Descartar” no significa “no ver” para un lectoespectador, sino sólo “procesar en otro momento”.

En nuestros días, todos somos acuciados o apelados desde millares de signos o anuncios con texto e imagen. Textovisual es la portada de este periódico, textovisuales son los telediarios (algunos incrustan en la parte inferior de la pantalla una banda móvil de texto con otras noticias), y textovisuales son las pantallas de los ordenadores o de los telefónos móviles. La propia ciudad y las carreteras que enlazan unas urbes con otras son asimismo vastos repertorios de señales escritas, visuales y auditivas; emisiones que leemos de forma cruzada pero precisa, completa y complejamente, estableciendo no sólo el significado concreto de cada una sino también sus relaciones de conjunto. Si en el mismo cruce viésemos un stop y un ceda el paso juntos, el cortocircuito de sentido generado, aun estando más que familiarizados con ambos iconos, llamaría nuestra atención instantáneamente. Cuando comienza en una pantalla publicitaria un anuncio muy conocido distraemos la mirada, que regresa si el spot se interrumpe con otra secuencia de imágenes inesperada.

Todos somos por tanto lectores y espectadores de nuestro entorno, lectoespectadores capaces de aprehender de forma simultánea y sistemática todas las emisiones sígnicas de nuestro mundo con independencia del formato en que se encuentren. Internet, que es una imagen incluso cuando sólo hay texto en pantalla, ha terminado de familiarizarnos con la visión de ambas realidades en una sola y superior. La información textovisual y este nuevo modo de percibir la realidad se han incorporado de un modo tan natural a nuestra vida que los artistas y escritores (“antenas de la raza humana”, según Ezra Pound), no solo han captado esta tendencia, sino que la han hecho suya y procesan en formas textovisuales sus creaciones, cada vez con mayor frecuencia. Escritores franceses como Annie Ernaux o Claro, canadienses como Douglas Coupland, británicos como Jeff Noon, mexicanos como Cristina Rivera Garza, estadounidenses como Mark Danielewski, peruanos como Claudia Ulloa o César Gutiérrez, chilenos como Carlos Labbé o varios autores españoles escriben libros con zonas anfibias entre texto e imagen, obras flotantes entre dos aguas (El libro flotante de Caytran Dölphyn, del ecuatoriano Leonardo Valencia, tiene una versión convencional en papel y otra, textovisual, en la Red).

Siempre, desde Simmias hasta los caligramistas pasando por Sterne, Mallarmé o Jardiel Poncela, ha existido la escritura dotada de conciencia espacial o con voluntad plástica, pero estamos ante una explosión global de prácticas (en Japón son muy populares las novelas construidas en minúsculos fragmentos para ser leídas en el móvil), que hace del libro convencional un campo de batalla, o de juegos, entre imagen y texto, convirtiendo la página en una página-pantalla o pantpágina diseñable a voluntad por el escritor. Un campo de búsqueda formal (aunque las formas traslucen siempre ideas) que encuentra en la actual difusión del libro electrónico un ancho horizonte de posibilidades.

Otro fenómeno espolea también la construcción de la realidad cotidiana como creadora de información textual y visual a un tiempo, y del mundo como lectoespectáculo: las redes sociales. Facebook y Google+ han estimulado la creación de contenidos donde las fotos subidas y los vídeos enlazados son parte esencial del discurso, junto con los estados escritos que las anuncian y los comentarios que las describen o celebran. Cadenas verticales de palabras e imágenes anudadas forman parte del día a día de 800 millones de personas, a los que habría que sumar los cientos de millones de usuarios de otras redes sociales, incluidos los blogs o bitácoras.

En su novela Los electrocutados, el argentino J. P. Zooey escribe: “las grandes épocas históricas imponen un modo de mirar las cosas”. La nuestra quizá no imponga pero desde luego recomienda una actitud lectoespectadora para aprehender nuestro entorno diario, para desentrañar el refulgente y ruidoso mundo en que vivimos.

El País

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