En todas las lenguas del planeta hay escritores de relevante personalidad literaria que sobreviven en los márgenes de sus respectivas literaturas. Más o menos torturados o atormentados por indescifrables aflicciones, son la metáfora contraria de la empalagosa cuando no casi ofensiva presencialidad, esa enfermedad tan sofocante de nuestra contemporaneidad. Almas errantes de la ficción que transitan con más pena que gloria, aunque ésta no les falte entre los entendidos, tan contados e invisibles como sus ignotos admirados. La mayoría de ellos colaboraron con la naturaleza de su personalidad o la de su obra (o las dos a la vez), a mantenerse al margen del mundanal ruido de la celebridad literaria. Transitaron, como si lo hicieran en un confortable abismo, huidizos, fugaces y desconfiados. (Algunos, rechazados, o misteriosos a la fuerza, como lo fue durante unos años nada más ni nada menos que Juan Rulfo, o el cubano Virgilio Piñera). En las letras de habla española, de un lado y otro del Atlántico, también abunda esta especie rara, no sé si en peligro de extinción. El fenómeno literario conocido en España, durante la década de los sesenta y parte de los setenta, como el boom, dejó en el olvido a grandes novelistas. ¿Quién se acuerda hoy de Eloy, esa joyita literaria del chileno Carlos Droguett? ¿Cuántos lectores puntuales de la última novela del premio Nobel Mario Vargas Llosa o García Márquez podrían citar dos libros del uruguayo Felisberto Hernández, o uno, uno solo, del argentino Macedonio Fernández? El también argentino Fogwill tuvo un poco más de suerte casi al final de su vida (fallecido el año pasado): la edición de sus libros en nuestro país lo situó con absoluto derecho al lado de sus consagrados compatriotas Ricardo Piglia y César Aira. Pero sólo porque alguien lo rescató del casi anonimato maldito en que sobrevivía, eso sí, orgulloso y seguro de su valía.
En España, exactamente en 1974, se publicó una novela que pasó prácticamente inadvertida. Se trata de Escuela de mandarines, del escritor murciano Miguel Espinosa (1926-1982). Redescubierta (o sencillamente descubierta con unos cuantos años de retraso) en los años ochenta, se supo de una obra anclada en unos presupuestos narrativos muy pocos afines con los estándares al uso de esos años. Era sencillamente una novela como nacida de la nada, sin tradición reconocida, iconoclasta y pletórica de una riqueza y una libertad literarias hasta ese momento desconocidas en nuestro arte de la ficción. En la década de los noventa, con carácter póstumo, se publica otra novela suya, La fea burguesía, título (y fondo) de inequívoco perfume buñuelesco. Quien sigue sus pasos en similar secretismo es el escritor gallego Julián Ríos (1945), aunque nunca dejó de publicar. Se conocía una novela titulada Larva.
Se conocía más este título que su autor. Siguiendo la estela intraducible de Finnegans Wake de James Joyce, Julián Ríos escribió el libro probablemente más carnavalesco de la literatura española, carnavalesco, aunque no sabría decir si exactamente como nos enseñó que lo fue Gargantúa y Pantagruel, el gran estudioso ruso Bajtin. Ríos sigue publicando, pero es difícil tener alguna referencia suya fuera de su labor literaria: como si siguiera siendo ese desconocido autor de la famosa Larva. Más preguntas, esta vez respecto a dos poetas: ¿alguien conocía la obra de Juan Larrea (Bilbao, 1895-Córdoba, Argentina, 1980) probablemente uno de los más importantes entre los poetas y ensayistas vanguardistas españoles? Y cuando al principio de los años setenta, comenzó a hablarse de un escritor recogido en su anonimato valenciano llamado Juan Gil Albert (1904-1994): ¿quién sabía de su existencia? Tuvo que ser la edición de 1974 de Crónica general, su autobiografía en prosa, la que nos pusiera sobre la pista de un autor esencial, que dicho sea de paso, nunca dejó de escribir y publicar desde que regresara de su exilio en 1947.
Si hay en la otra orilla un escritor maldito por excelencia este es el argentino Osvaldo Lamborghini (Necochea, 1940-Barcelona, 1985). Autor de referencia en ese corte entre la tradición que representa Jorge Luis Borges y las nuevas corrientes que ven en su estética la llamada a un nuevo paradigma de representación novelística. De alguna manera, Lamborghini (como también, aunque en otra tesitura formal, podríamos incluir al también argentino Néstor Sánchez, de quien RBA acaba de editar Nosotros dos-Siberia blues), satisface el afán supremo de los más insurgentes enemigos del mercado literario: escribir en orgullosa soledad, como exigía Roberto Arlt. O como anhela Damián Tabarovsky en su poética de radical extraterritorialidad: para ningún público. La verdadera maldición, la bendita maldición de la auténtica literatura sería escribir el Libro sin autor. La Novela sin pasado ni futuro, donde el autor es un accidente del azar, un pobre tipo escrito por un libro. Por El Libro.
El País
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