En 'Cuento de Navidad', una de las cimas de su grandiosa obra literaria, Dickens encarna la inocencia primera.
Es fácil enumerar algunos de los Londres que la historia moderna nos ha dejado: el Londres turbulento y en llamas que describió Pepys, el Londres bubónico de Defoe, el Londres tabernario y honesto del Doctor Johnson, el Londres petulante de Brummel y Oscar Wilde; aquel Londres miserable de Thomas De Quincey, nacido de la desdicha y el opio; el Londres policíaco de Holmes y Mister Hyde; el Londres pictórico de Turner y Doré; el Londres monumental, granítico, de Wren; el Londres mágico, crepuscular, nimbado por la gracia, que fabuló Gilbert Keith Chesterton... Todos esos Londres han existido sucesiva o paralelamente desde el siglo XVII. Sin embargo, el Londres de la modernidad, Londres como criatura viva, como personaje literario, como vasta metrópoli del XIX, es invención y obra de Charles Dickens. Al menos, tanto como París fue fruto del genio vagabundo de Baudelaire y Poe.
A esto hay que añadir otra particularidad de Dickens, que lo hermana indisolublemente con Miguel de Cervantes: el humor apacible, inteligente, omnicomprensivo, con el que retrató, no sólo la desdicha del hombre y su abatida existencia en los suburbios de Londres (aquellos slums, de aciaga memoria, fantasmales e inmersos en la ceniza); también la esperanza, el candor, la insólita pureza que se abrió paso, como una flor de trapo, sobre el yermo de la ominosa lógica industrial. Esta singularidad -la existencia de un corazón alegre, de un alma noble, en el siglo que hizo del infortunio su legítimo heraldo- suele explicarse por la desgraciada infancia de Charles Dickens, cuya temprana labor en una fábrica de betún, así como el presidio paterno, lo habrían encaminado a la defensa del débil. Y no están equivocados quienes arguyen de este modo. No obstante, la terrible infancia de Thomas De Quincey, que se acercó al opio para aplacar los dolores de un estómago vacío, no impelió al escritor a la salvaguarda del oprimido, sino a los abismos, nunca datados, del corazón humano. Quiere esto decir que hay una parcela intacta donde el libre albedrío, el genio de cada cual, dicta su obra. Y la obra de Charles Dickens, gigante alegre, melancólico, fenomenal, de la era victoriana, tiene una extraña cima en A Christmas Carol. Tiempo después, los atildados jóvenes de Bloomsbury aducirían, con razón, que hay un exceso de sentimentalidad en la obra de Dickens. En efecto, Canción de Navidad es una obra imperfecta. Esto se puede ver, sin mayor obstáculo, en la estrofa final, donde la alegría, la postergada redención, se sobrepone al temor de los capítulos anteriores. Tolstoi identificó esa dificultad literaria al comienzo de su Ana Karenina: "Todas las familias felices se parecen unas a otras; cada familia desdichada lo es a su manera". Y André Gide, ya en el XX, escribiría en sus Diarios: "Con buenos sentimientos se hace mala literatura". Sin embargo, Dickens, el melodramático Dickens, el folletinesco Dickens, hizo gran literatura con la esperanza y la inocencia humanas. Pero no porque acusara la maldad ingénita del hombre, el rostro indecoroso de la avaricia; sino porque señaló, entre la niebla y el humo de la gran urbe, el hueco que la bondad había dejado. En cierto modo, Dickens no hacía sino dar cumplimiento a las palabras que Chaucer, otro inglés de feliz memoria, había escrito sus extraordinarios Cuentos de Canterbury: "Prestad mucha atención a lo que voy a decir: de todas las traiciones, la más pestilente y más condenable es la traición a la inocencia".
Con esto quiero señalar que Dickens, en última instancia, fue un escritor paradisíaco. Eso es lo que halla Ebenezer Scroodge, el avaro arquetípico que protagoniza A Christmas Carol, cuando un espíritu benéfico lo traslada al modesto refugio, largamente olvidado, de su infancia. También es el paraíso, o un anticipo de él, lo que disfrutan, junto a la pobre chimenea, Bob Cratchit y su numerosa familia. No es, pues, la denuncia del infierno, su expresión más lúgubre e industriosa, lo que parece mover a Dickens. Más allá del contenido social que habita su obra, en Dickens se encarna, de manera obvia, la inocencia primera, paradisíaca, que el XIX quiso atribuir al ser humano. En cierto modo, su obra no es más que la realización de este sortilegio: aquel que bajo la nieve y el hollín quiere encontrar, intactas, la rectitud, la esperanza, la sencilla pureza.
diariodesevilla.es
Es fácil enumerar algunos de los Londres que la historia moderna nos ha dejado: el Londres turbulento y en llamas que describió Pepys, el Londres bubónico de Defoe, el Londres tabernario y honesto del Doctor Johnson, el Londres petulante de Brummel y Oscar Wilde; aquel Londres miserable de Thomas De Quincey, nacido de la desdicha y el opio; el Londres policíaco de Holmes y Mister Hyde; el Londres pictórico de Turner y Doré; el Londres monumental, granítico, de Wren; el Londres mágico, crepuscular, nimbado por la gracia, que fabuló Gilbert Keith Chesterton... Todos esos Londres han existido sucesiva o paralelamente desde el siglo XVII. Sin embargo, el Londres de la modernidad, Londres como criatura viva, como personaje literario, como vasta metrópoli del XIX, es invención y obra de Charles Dickens. Al menos, tanto como París fue fruto del genio vagabundo de Baudelaire y Poe.
A esto hay que añadir otra particularidad de Dickens, que lo hermana indisolublemente con Miguel de Cervantes: el humor apacible, inteligente, omnicomprensivo, con el que retrató, no sólo la desdicha del hombre y su abatida existencia en los suburbios de Londres (aquellos slums, de aciaga memoria, fantasmales e inmersos en la ceniza); también la esperanza, el candor, la insólita pureza que se abrió paso, como una flor de trapo, sobre el yermo de la ominosa lógica industrial. Esta singularidad -la existencia de un corazón alegre, de un alma noble, en el siglo que hizo del infortunio su legítimo heraldo- suele explicarse por la desgraciada infancia de Charles Dickens, cuya temprana labor en una fábrica de betún, así como el presidio paterno, lo habrían encaminado a la defensa del débil. Y no están equivocados quienes arguyen de este modo. No obstante, la terrible infancia de Thomas De Quincey, que se acercó al opio para aplacar los dolores de un estómago vacío, no impelió al escritor a la salvaguarda del oprimido, sino a los abismos, nunca datados, del corazón humano. Quiere esto decir que hay una parcela intacta donde el libre albedrío, el genio de cada cual, dicta su obra. Y la obra de Charles Dickens, gigante alegre, melancólico, fenomenal, de la era victoriana, tiene una extraña cima en A Christmas Carol. Tiempo después, los atildados jóvenes de Bloomsbury aducirían, con razón, que hay un exceso de sentimentalidad en la obra de Dickens. En efecto, Canción de Navidad es una obra imperfecta. Esto se puede ver, sin mayor obstáculo, en la estrofa final, donde la alegría, la postergada redención, se sobrepone al temor de los capítulos anteriores. Tolstoi identificó esa dificultad literaria al comienzo de su Ana Karenina: "Todas las familias felices se parecen unas a otras; cada familia desdichada lo es a su manera". Y André Gide, ya en el XX, escribiría en sus Diarios: "Con buenos sentimientos se hace mala literatura". Sin embargo, Dickens, el melodramático Dickens, el folletinesco Dickens, hizo gran literatura con la esperanza y la inocencia humanas. Pero no porque acusara la maldad ingénita del hombre, el rostro indecoroso de la avaricia; sino porque señaló, entre la niebla y el humo de la gran urbe, el hueco que la bondad había dejado. En cierto modo, Dickens no hacía sino dar cumplimiento a las palabras que Chaucer, otro inglés de feliz memoria, había escrito sus extraordinarios Cuentos de Canterbury: "Prestad mucha atención a lo que voy a decir: de todas las traiciones, la más pestilente y más condenable es la traición a la inocencia".
Con esto quiero señalar que Dickens, en última instancia, fue un escritor paradisíaco. Eso es lo que halla Ebenezer Scroodge, el avaro arquetípico que protagoniza A Christmas Carol, cuando un espíritu benéfico lo traslada al modesto refugio, largamente olvidado, de su infancia. También es el paraíso, o un anticipo de él, lo que disfrutan, junto a la pobre chimenea, Bob Cratchit y su numerosa familia. No es, pues, la denuncia del infierno, su expresión más lúgubre e industriosa, lo que parece mover a Dickens. Más allá del contenido social que habita su obra, en Dickens se encarna, de manera obvia, la inocencia primera, paradisíaca, que el XIX quiso atribuir al ser humano. En cierto modo, su obra no es más que la realización de este sortilegio: aquel que bajo la nieve y el hollín quiere encontrar, intactas, la rectitud, la esperanza, la sencilla pureza.
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