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"Todo nacionalismo, toda patria, parte de un origen mitológico"

El autor narra la rebelión de una mujer frente a las manipulaciones del poder.

En su nueva novela, La apnea del hipopótamo, publicada por Ediciones Rubeo, el malagueño Pablo Bujalance reivindica la dignidad del individuo frente a las verdades institucionales y los abusos de poder. Una mujer es contratada como nodriza de los hijos de los gudaris muertos. La guerra ha llegado a su fin, los extranjeros han sido expulsados, pero Ada, la protagonista, comprenderá que la vida está más allá de esas paredes y los dogmas que defiende el entorno. Un viaje hacia la verdad, por una realidad opresiva en la que no obstante tienen cabida los ecos de las leyendas más diversas, que su creador narra con un asombroso oficio. El periodista del Grupo Joly presenta su nueva propuesta en Málaga el viernes próximo, a las 19:00, en la Sociedad Económica de Amigos del País (Plaza de la Constitución, 7), la primera parada de una gira que llevará al escritor por otras provincias andaluzas.

-Después de un libro como Lázaro en Babilonia, empieza su novela con un cuento sobre Adán y Eva. ¿Es casualidad que la Biblia vuelva a ser una inspiración?

-No es casualidad, sobre todo por mi interés por los mitos. Pero en Lázaro... los mitos iban más dirigidos a la religión, a la interpretación teológica, y esta vez he indagado en los que están más relacionados con la nación, la patria, la identidad histórica y territorial. La historia de Adán y Eva me permitía hablar de ese edén nunca invadido, que permanece ajeno a toda la civilización, en el que jamás ninguna cultura más que la propia ha metido el pie. Me parecía que ese principio fundacional también podía tener una interpretación más política, más nacionalista.

-En su obra anterior reconocía su deuda hacia Nietzsche y Kafka. ¿Qué influencias admite ahora?

-En este caso me resulta más complicado decir a alguien. Supongo que cuando vas escribiendo más, vas teniendo menos presentes los referentes. En las notas que iba haciendo cuando empecé me planteaba una especie de antiutopía orwelliana, lo que ocurre es que muy centrada en los nacionalismos, en la idea de la patria como eliminador, como insecticida, contra el individuo. Después me fue saliendo ruido, mucho ruido. Imagino que por rabia, por indignación, ante la pervivencia de esos mitos en la vida política diaria. Decidí que ese ruido, que quizás en un ejercicio de higiene debía haber quitado, se quedara. El ruido está, esa locura permanece. Luego hay personajes esperpénticos que me recuerdan a Valle-Inclán; alguien importante dentro de la trama, Sasa, con la que ahora veo parecido con la Celestina, algún homenaje a Melville... Pero referencias evidentes no hay, aunque puede que las lecturas hayan contribuido a crear este objeto feo, deforme, casi un aborto, que es la novela [ríe] y que me permitía contar lo que quería.

-Ada, la protagonista, es un personaje bastante esperanzado dentro de la oscuridad del conjunto.

-Sí, es un prototipo de heroína. Es una mujer que llega a compartir los motivos de la revolución y después termina defendiendo su propio código de intereses. Termina saliendo de ese ambiente opresivo, sabiendo que posiblemente va a terminar mal. Quería crear un arquetipo más heroico, con voluntad. No es alguien que se deja arrastrar.

-Como otras mujeres, Ada apuesta por la vida en un entorno de destrucción.

-Empecé a escribir el libro poco antes de que naciera mi hija, y fue un shock cuando vi a mi mujer darle el pecho. Para un hombre ver eso es una experiencia fascinante, pero también inspira cierta sensación de fracaso: ves esa intimidad como algo vedado. Ahondando en eso busqué la naturaleza femenina de Ada. Ella hace de la maternidad su sentido para levantarse por encima de un código de ideas, frente a lo que el Estado espera de ella, sale a buscar a su hijo. El hecho de tener esa intimidad tan profunda con tu hijo es lo que lleva a perpetuar la especie, precisamente cuando todo en el entorno parece condenar a la especie humana. Pero también hay un personaje que es del signo contrario: una mujer que quiere tanto a sus hijos que los termina exterminando para ahorrarles el sufrimiento. Muchas veces la maternidad puede conducir al crimen, porque la maternidad es como la humanidad exagerada. En esa explosión absoluta de humanidad es donde yo he creado a Ada. Para mí era un reto meterme en la cabeza de una mujer que es muy mujer. En la novela hay referencias a la genitalidad femenina, quería hacer una mujer entera, que no fuera una pose. Ni una feminista ni una madre abnegada, algo más natural...

-Aunque la obra no pretende ser un retrato del conflicto vasco, toma prestados muchos nombres en euskera.

-Había una intención de fijarme en nacionalismos periféricos europeos, por eso los nombres propios son todos en euskera y en lenguajes balcánicos, como el comandante Zoran o Sasa, que es un nombre popular en la antigua Yugoslavia. En su momento investigué y analicé cuestiones relacionadas con el nacionalismo vasco, con sus orígenes, y descubrí que los fundamentos son muy mitológicos. Muchos de los argumentos políticos que en su momento expuso Sabino Arana hablaban de esa civilización exenta de influencias. Un edén lleno de jardines colgantes, gigantes que construían puentes; una maravilla, un paisaje idílico que se corrompió con la llegada de extranjeros. Y lo curioso es como todo eso tiene una traducción en el presente que se materializa en vida política, en argumentos esgrimidos en congresos, en la legalización de partidos políticos... Toda identidad patriótica, o nacionalista, tiene un origen mitológico, pero en el caso del País Vasco es muy evidente.

-Pero la novela habla de muchas más cosas.

-Sí, se trataba de algo más amplio: de reflejar cómo la noción de la patria, de la identidad que te asignan al nacer en un determinado territorio, te condiciona, te representa y te hace más o menos merecedor de determinados derechos. Más que tu condición de ser humano, importa el territorio en el que nazcas. Si tuviera que relacionar la novela con una idea, la relacionaría con lo que hablaba Albert Camus de la inviolabilidad del ser humano, por encima de cualquier sistema político o de ideas. Me asombra que todavía la identidad territorial defina mucho más al ser humano que su propia humanidad. Parecía que habíamos superado muchas cosas: en el siglo XX hubo muchos deicidios, muchos tótems que cayeron, y sin embargo esto no ha caído, ahora está más presente.

-Volviendo a lo de la inviolabilidad del ser humano, se han registrado algunos retrocesos al respecto...

-La persona ha terminado importando por su ciudadanía, los impuestos que paga, el modo en que sostiene el aparato. Sólo hay que ver lo que ocurre con Europa. Se desmorona. Para que se caiga no de una manera tan rotunda se ha creado una liga de Estados, y dentro de esa liga los que tienen más influencia acuden al rescate de otros Estados, de sistemas, pero en ningún momento se ha hablado de dirigir toda esa marabunta política a salvar al ser humano. Tenemos que hacer el discurso a partir de la persona, no al revés.

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