Ir al contenido principal

A sangre fría. Escritores contra la pena de muerte

Si hubiera que elegir una sola imagen, tan honesta como completa, que resumiese con la fuerza del relato vivido todas las razones que pueden esgrimirse contra la pena de muerte, ninguna sería tan clara como la historia que cuenta Albert Camus al comienzo de sus Reflexiones sobre la guillotina, reeditadas ahora en castellano por Capitán Swing. En 1914 se produjo en Argelia un crimen especialmente execrable (porque comportaba ensañamiento con menores), que despertó las iras de la opinión pública contra el asesino. El padre de Camus unió su honrada indignación a la de la muchedumbre enfurecida que reclamaba para el culpable la ejecución pública en la guillotina. A través de los recuerdos de su madre, el escritor reconstruye cómo se vivió en su hogar el día del cumplimiento de la sentencia: su padre se levantó antes del amanecer para sumarse a la multitud que se agolpaba en el escenario del patíbulo; acabada la ceremonia, regresó a casa, pálido y trastornado, se tumbó un momento en la cama, vomitó largamente y nunca más volvió a decir una palabra sobre aquel asunto. "En lugar de pensar en los niños asesinados", comenta Camus, "sólo podía pensar en ese cuerpo jadeante que acababan de arrojar sobre una tabla para cortarle el cuello".

Los alegatos contra la pena de muerte no han dejado de aumentar desde los tiempos de Beccaria y Voltaire hasta nuestros días

Los alegatos contra la pena de muerte y la documentación en la que se apoyan no han dejado de aumentar desde los tiempos de Beccaria y Voltaire hasta nuestros días, en los que se han sumado a ellos los conocidos ensayos de Norberto Bobbio o Mario Marazziti, y sobre todo el clásico Reflexiones sobre la horca de Arthur Koestler, cuya argumentación es tan variopinta como demoledora y que se reúnen en la misma compilación que las de Camus ya citadas y las de Jean Bloch-Michel. Igualmente eficaz, en cuanto testimonio, es el Ante la silla eléctrica (Errata Naturae), el libro con el que John Dos Passos empeñó su recién ganado prestigio como autor de Manhattan Transfer para intentar a contrarreloj salvar la vida de Sacco y Vanzetti, los dos anarquistas italoamericanos finalmente ejecutados en Massachusetts en 1927 tras un proceso judicial más que dudoso y un penoso espectáculo de difamación jaleado por los poderes públicos. En todos ellos encontramos los mismos elementos de este drama: la presentación de ciertos delitos como algo tan abominable que la justicia ordinaria parece insuficiente para castigarlos; la canalización política y periodística de todos los malestares sociales difusos o latentes hacia los culpables de tales acciones, convertidos en chivos expiatorios que permiten al público sentirse víctima ofendida, santificar sus bajas pasiones y rechazar su corresponsabilidad colectiva en la persistencia de esos males; y la miseria y la vergüenza que se despliegan en los procesos de castigo, que frecuentemente —recordemos A sangre fría, de Truman Capote, cuyo título evoca por sí solo la ambigüedad de la pena— convierten el castigo en una condena a una tortura que, al ser peor que la muerte, la hace aparecer como una liberación deseable; y, finalmente, el asco y la descomposición —sentimientos que sólo pueden combatirse con el endurecimiento anímico provocado por la repetición constante y la aceptación social— que emanan de la indignidad y la indigencia de la venganza cumplida en los sórdidos escenarios de las ejecuciones, tanto más grises cuando las ejecuciones dejaron de ser públicas; cosa que, como nos enseñó Michel Foucault, no ocurrió porque el poder se humanizase y se avergonzase de su propia fuerza, sino porque era cada vez más difícil evitar que el pueblo experimentase en esa exhibición, más que el temor al cruel destino que aguarda al delincuente, la figura de un duelo desigual entre una instancia que lo puede todo y un individuo cuya única resistencia posible radica en su cuerpo desnudo e inerme.

El monopolio de la violencia legítima por parte del Estado nació para detener la guerra, no para continuarla por otros medios

¿Por qué, entonces, y tal como nos muestra cada año Amnistía Internacional, la invocación de la "humanidad" puede tan poco contra la pervivencia de la pena capital? Tras la falsa justificación por la "ejemplaridad" del castigo se oculta la concepción —arraigada aunque arcaica— de la soberanía política como poder de disponer arbitraria y exorbitantemente de las vidas de los súbditos que se expresa, de modo tan majestuoso como nauseabundo, en ese acto inevitablemente equívoco. Y esta concepción nos hace a menudo olvidar que el monopolio de la violencia legítima por parte del Estado tiene como fin el hacer cesar el ciclo de las venganzas, que el incuestionable derecho a castigar —tan fácilmente transmutado en furor puniendi— nació para detener la guerra, no para continuarla por otros medios. Como dice Camus, "cuando la justicia suprema sólo consigue hacer vomitar al hombre honesto al que se había comprometido a proteger, parece difícil seguir creyendo que está destinada, como debiera ser su función, a proporcionar más paz y orden a la ciudad". ¿Podemos aplicar esto también a nuestros días? Es cierto que ahora el poder que nos es más próximo expresa su majestad disponiendo arbitrariamente de los sueldos, las pensiones o los servicios sociales de los ciudadanos, pero algo nos dice que la soberanía que así se enseñorea de nuestros bolsillos, como el poeta dijo de la vida, está en otra parte.

Reflexiones sobre la pena de muerte. Albert Camus. Arthur Koestler. Introducción de Jean Bloch-Michel. Traducción de Manuel Peyrou. Capitán Swing. Madrid, 2012. 232 páginas. 18,50 euros.

Ante la silla eléctrica. John Dos Passos. Traducción de Alba Montes Sánchez. Errata Naturae. Madrid, 2011. 192 páginas. 19,90 euros.

El País

Comentarios

Entradas populares de este blog

Carta de Manuela Sáenz a James Thorne, su primer marido

No, no y no, por el amor de Dios, basta. ¿Por qué te empeñas en que cambie de resolución. ¡Mil veces, no! Señor mío, eres excelente, eres inimitable. Pero, mi amigo, no eres grano de anís que te haya dejado por el general Bolívar; dejar a un marido sin tus méritos no seria nada. ¿Crees por un momento que, después de ser amada por este general durante años, de tener la seguridad de que poseo su corazón, voy a preferir ser la esposa del Padre, del Hijo o del Espíritu Santo o de los tres juntos? Sé muy bien que no puedo unirme a él por las leyes del honor, como tú las llamas, pero ¿crees que me siento menos honrada porque sea mi amante y no mi marido? No vivo para los prejuicios de la sociedad, que sólo fueron inventados para que nos atormentemos el uno al otro. Déjame en paz, mi querido inglés. Déjame en paz. Hagamos en cambio otra cosa. Nos casaremos cuando estemos en el cielo, pero en esta tierra ¡no! ¿Crees que la solución es mala? En nuestro hogar celestial, nuestr

Donna Tartt, el vuelo entre la alta y la baja literatura

Por su primer título,  El secreto  (1992), Donna Tartt  (Greenwood, Misisipí 1963) recibió un adelanto de 450.000 dólares (el equivalente sería hoy una cifra muy superior), caso insólito en alguien que no había publicado aún nada. Antes de salir el libro, un  extenso perfil aparecido en  Vanity Fair  predijo la fama de la autora, anunciando la irrupción en el panorama de las letras norteamericanas de una figura que supuestamente borraba la distancia entre la alta y la baja literatura. Confirmando las esperanzas puestas en ella por sus editores, “El secreto” vendió cinco millones de ejemplares en una treintena de idiomas. Las críticas fueron abrumadoramente favorables, aunque no hubo unanimidad con respecto al diagnóstico de  Vanity Fair.  La primera novela de Donna Tartt es un thriller  gótico que lleva a cabo con singular habilidad el desvelamiento de un misterioso asesinato perpetrado en el departamento de lenguas clásicas de Hampden College, institución universitaria de carácter

Las muchas lenguas de Kundera

La primera novela de  Milan Kundera ,  La broma,  es la historia de cómo una ironía leída por quien no debería –escribir en una postal “El optimismo es el opio del pueblo”– arruina la vida de su protagonista en la Checoslovaquia comunista. La última,  La fiesta de la insignificancia  –que su editorial en España, Tusquets, saca a la calle el 2 de septiembre– relata en uno de sus capítulos como Stalin relata una historia que puede ser, o no, un chiste, aunque descubrirlo no es sencillo: si por casualidad no es un chiste y es un delirio de dictador, puede costar la vida al que se ría a destiempo. En medio, transcurre la vida de uno de los escritores europeos más importantes del siglo XX, cuya existencia podría ser definida como una gran lucha contra un mundo que ha perdido el sentido del humor. Los chistes son un ángulo magnífico para contar la historia del comunismo en Europa Oriental y la URSS: “Qué hay más frío que el agua fría en Rumania? El agua caliente” “¿Cómo se llama una orq