¿Cómo se hace un valor? ¿Cómo se hace un poema? ¿Cómo se hace una novela? ¿Cómo se hace una película? Cualquier manual que hubiera logrado dar una respuesta y una receta eficientes para crear cualquiera de estos misteriosos artefactos culturales habría hecho rico al autor y ricos a los lectores. Todos afortunados de haberse podido repartir la fortuna mediante el zumo de la comunicación y sin que se desperdiciara una gota o una moneda de ella.
La revista Letras libres de este mes de enero hizo un intento de buscar la fórmula, o de jugar con ella, a través de cuestionar a profesionales como David Trueba, Albert Boadella, Julián Gaggini, Sabino Méndez, o Stepehen Vizinczey, entre otros, sobre el proceso de creación de una u otra obra. También hizo la pregunta esencial (¿cómo hacer una idea filosófica?) a Fernando Savater, cuya respuesta, por ser letal, es la que más nos interesa a los escritores.
“Crear una idea es una labor que Hegel caracterizó como el trabajo de la muerte”, dice Savater. La muerte actúa a través del pensamiento y el pensamiento es vorazmente caníbal hasta llegar al hueso del concepto.
El pensamiento lame, sorbe, chupa, mordisquea en lo concreto y lo deja en su espina o su esqueleto. Todo lo que envuelve a una u otra circunstancia, viva, todo lo que distingue particularmente a uno u otro objeto lo sorben los morros ansiosos de pensamiento.
La mente no es mortal pero el pensamiento que procede de su jugo extremo, de su mínima humedad, posee la condición de un veneno ácido y decisivo. Una sustancia corrosiva que despoja a los cuerpos de sus vestimentas diferenciales y logra, gracias a ello, dos efectos superlativos. De un lado convierte en despojos a lo viviente, lo aniquila sin remedio. Y, de otro, gracias al crimen cometido crea una eternidad. Es decir, funda la idea imperecedera. Muere el perro Tintín, dice Savater, pero queda para siempre la idea del perro.
Las ideas filosóficas, ¿quién lo duda?, son más que terribles. No fundarían ningún sistema coherente o duradero sin ser así. No soportarían el paso del tiempo sin su inclemente fundamento.
Es, por ello, que dan miedo. O dan una milagrosa salud. Actúan como la mano de un mago que impulsa ciegamente al asesinato o a la bondad, al desastre total o a la cura por ensalmo.
Todo cuanto nos pasa en estos momentos de crisis debe atribuirse sin duda a la incontenible potencia de la idea. La idea del déficit cero es la idea mortal que acaba con todos los semovientes, los niños y los asilados. Es una idea asesina, implacable y cenital. Nunca planean sobre nuestra época para peinarla, decorarla o perfumarla.
Las ideas de verdad, estas a las que Savater alude en cuanto sabio, son tan firmes como minerales. Una idea enclavada es una idea que, sin remedio, esclaviza. Para bien o para mal la idea nos supera tanto como supera la inmortalidad a la mortalidad, lo infinito a lo finito, el vidrio al plástico.
Los pintores, los poetas, los arquitectos o los filósofos, conocen bien este poder. Se tiene una idea, una buena idea, y todo cambia. Se tiene una idea, una mala idea, y todo cambia.
La idea se relaciona con el idealismo, como el buen tino con la embriaguez o como el placer con el delirio. Ella hace gozar tanto o más que un enamoramiento o nos enajena tanto o más que aquél.
Con lo cual, he aquí, en la tesitura en que sus dominios nos coloca. Iremos a pique o saldremos a flote debido a su dirección. O más aún, porque ¿quién nos dice que de acuerdo con su fuerza la idea es un objeto y no un sujeto? ¿No ya un producto sino un productor? ¿No sólo un derivado sino un default? ¿No sólo deuda soberana sino una soberanía de la deuda convertida en la idea-dios?
El País
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