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Farsa y tragedia

En 1994, la Bienal de Arte de Santiago de Chile incluyó una muestra de obras de Juan Guillermo Dávila que contenía una postal de Simón Bolívar con tetas al aire y el dedo medio de la mano izquierda en alto. La obra motivó encendidas protestas de las embajadas de Venezuela, Colombia y Ecuador ante el Gobierno de Chile, puesto que su trabajo contó con subsidios estatales. La incendiaria postal de Dávila se inscribía en otro contexto -el diálogo del arte con la historia, para decirlo en pocas palabras-, pero es probable que el libro de Rosero desencadene similares reacciones de indignación, aunque, como dice uno de los personajes, "en un libro sería distinto; nadie los lee". Es que la segunda parte de La carroza de Bolívar es una impugnación en forma a la imagen asentada del Libertador de Venezuela, Colombia y Ecuador, que lo deja como un cobarde oportunista que además cobraba tributo en la virginidad de las más bellas adolescentes que la violencia de la guerra dejaba al descubierto. Y si la primera mitad del segundo tercio peca de aridez en el profuso detalle de los errores, inconsistencias, cobardías y falseamiento de la realidad en documentos oficiales, cartas y proclamas que Bolívar llevó a cabo, la segunda mitad levanta vuelo a través de los testimonios de descendientes de aquellas jovencitas perseguidas por el prócer de la libertad latinoamericana. La ciudad de Pasto, donde transcurre la novela, fue también el sitio en donde Bolívar -según la lectura del doctor Proceso y el académico Arcaín Chivo- mostró el peor rostro posible. Por esa vía, la novela levanta un cuadro sumamente ilustrativo de un proceso que fue harto más confuso, complejo y enredado que las versiones oficiales, con el añadido de que Rosero insiste en el peso de esa herencia de mentiras y falsedades en la identidad cultural e institucional de Colombia (y de otras naciones latinoamericanas). No será raro, entonces, que este libro -aunque sea solo un libro- irrite la sensibilidad de quienes levantan su figura como estandarte de la revolución siempre prometida y nunca actualizada.

Y aunque la otra lectura de Bolívar sea el eje que afirma la estructura de la novela, la trama es una mesa de tres patas. La historia principal transcurre entre fines de 1966 y comienzos de 1967, cuando el continente hervía de ínfulas revolucionarias y los afanes libertarios eran un viento poderoso que sacudía todas las estructuras instaladas. Un médico, el doctor Justo Pastor Proceso López, descubre que una carroza hecha para el desfile de Reyes es el mejor instrumento para difundir sus ideas políticamente incorrectas sobre Bolívar, largamente elaboradas en un proyecto de libro y sustentado, en buena medida, en un historiador de principios del siglo XX. Aquel relato corre paralelo con la vida familiar y conyugal del doctor, una historia de desencuentro y frustración que resuena familiar en tantos contextos diferentes. La tercera parte de la novela introduce un tema nuevo, aunque ya anunciado: la violencia justiciera de los incipientes movimientos revolucionarios, a los que la iniciativa iconoclasta del doctor Proceso hiere tanto como a las burocracias asentadas sobre la verdad oficial, aunque sea por distintas razones (de un lado, el sueño de las utopías; del otro, el fundamento de la idea de nación). Unos y otros buscan destruir el artificio de Justo Pastor en alianza con artesanos de la ciudad de Pasto, la carroza carnavalesca que revelará la verdad no oficial sobre el Libertador.

Los dos tercios iniciales tienen mucho de farsa; en el tercero, en cambio, asoma la tragedia, desenlace natural, si se quiere, de cualquier historia que se constituya desde las premisas de la violencia, la inestabilidad y el poder. Todos los hilos confluyen hacia el 6 de enero (y hay que destacar, de paso, la riqueza de las tradiciones festivas en Colombia tal como las describe Rosero). Hilos que en su denso tramado y el vuelo de un estilo de singular riqueza sitúan a los personajes en una danza en donde las masacres feroces de la guerra independentista se dan la mano con la violencia del fanatismo ideológico, pero sobre el sustrato de una historia, al fin, de amor y desamor, de encuentro y desencuentro, entre el doctor Proceso y Primavera, su esposa, que por sí sola habría bastado para sostener el relato y que, por momentos, asoma como lo más atractivo del conjunto. El cuidado por los personajes secundarios es otra virtud de una novela que, a pesar del énfasis por momentos excesivo en detalles de la historia, está lejos de ser una tesis disfrazada de ficción. Al contrario, la superposición de planos narrativos, la distancia en el tiempo y el hábil contrapunto entre la desmitificación de Bolívar, la agitación de los sesenta y la historia personal del doctor Proceso (una interrogante: ¿qué gana la novela con nombres y apellidos extravagantes como Primavera, Luz de Luna, Chivo, Sañudo y Proceso?) logran una densidad narrativa que obliga a mirar desde otro ángulo no solo el cruento proceso independentista, sino también el áspero presente de muchas democracias latinoamericanas.

El País

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