En Una historia política de los intelectuales, Minc se inclina por esto último y, aunque circunscribe el fenómeno a Francia, el hecho de que fuera Francia el país donde nació la figura del escritor que aspira a convertirse en conciencia moral de su época invita a generalizar el diagnóstico de que hoy no es posible encontrar “hombres de letras —filósofos, novelistas, historiadores— que utilicen su fama para tener peso sobre los grandes temas políticos”. Y si no a generalizarlo, sí al menos a considerarlo como un signo precursor: si “la sociedad francesa ya no fabrica intelectuales a la antigua”, según afirma Minc, el tiempo en el que otras sociedades dejen de “fabricarlos” no debe de estar lejos. Entre otras razones porque las causas a las que apunta Minc no se circunscriben a la sociedad francesa sino que afectan a todas las sociedades, con mayor o menor intensidad.
“Ante desafíos dispersos”, escribe Minc refiriéndose, entre otras, a la defensa del medio ambiente, los derechos humanos o la regulación del capitalismo, “los combatientes se dispersan también. Los apasionados de una causa no son automáticamente los de otra causa, pues no existe ya ideología unificadora”. A ello habría que añadir, siempre según Minc, los efectos de las nuevas tecnologías y de la web, que describe como “un universo trepidante” en el que “no existe ya la primacía de la palabra famosa, ni canal vertical de difusión, ni autoridad implícita”. Minc no lo lamenta: “¡Qué felicidad! Una pizca de anarquía en el mundo de los grandes pensadores”. Como tampoco lamenta la ausencia de “una ideología unificadora”, causa última de una de las más flagrantes paradojas del siglo XX. Minc la formula entre signos de interrogación: “¿Por qué tantas mentes superiores acumularon tantos errores?”.
Como pormenorizado compendio de los errores a los que se refiere Minc cabría interpretar Conversaciones con Sartre, una sucesión cronológica de entrevistas con el filósofo mantenidas por John Gerassi entre 1970 y 1974. Gerassi, profesor, periodista y escritor comprometido en el estilo sartreano, salta en sus preguntas de los asuntos privados a las grandes cuestiones políticas, pasando por la literatura y el arte. El Sartre que se perfila en estas Conversaciones no es el hombre de letras y el activista revolucionario, sino el intelectual en sus circunstancias, en todas sus circunstancias.
Sartre habla en todo momento como si estuviese a la espera de que triunfe su fe única e indestructible
Gerassi pregunta a Sartre por su infancia, su horario de trabajo, su trato con las “amantes contingentes” como satélites alrededor de la “relación necesaria” encarnada por Beauvoir. En el Sartre que va perfilando Gerassi, el intelectual se confunde con el escolástico que reinterpreta una y otra vez su fe única e indestructible para ponerla a salvo de las exigencias más elementales de la moral y también de los categóricos desmentidos de la realidad, tanto en su vida privada como en sus juicios sobre los acontecimientos colectivos.
Sartre habla en todo momento como si estuviese a la espera de que triunfe su fe única e indestructible, como si el suyo fuera un tiempo de prórroga en el que lo viejo agoniza y lo nuevo lanza destellos en puntos alejados del mundo y a través de fenómenos que no parecen guardar relación entre sí. Si el inteletual sirve para algo, parece decir Sartre, es para trazar el dibujo que esconden esos puntos aislados y para recordar que ese dibujo coincide con el que propone, cómo no, su fe única e indestructible. Para recordárselo, por ejemplo, a los alemanes de la República Federal que veían con espanto los crímenes de la banda Baader-Meinhof, una “organización revolucionaria violenta” que, para Sartre, “no ha matado ni a un solo inocente” y que “únicamente acorralaba a los cerdos viciosos de su sociedad, y a los coroneles estadounidenses que los adulaban”.
Evelyn Juers y Paul Berman ofrecen una respuesta distinta de la de Minc y la de John Gerassi a la pregunta de dónde están los intelectuales. De las Conversaciones con Sartre podría extraerse la conclusión de que los intelectuales, algunos intelectuales, legitimaron la barbarie sin llegar a padecerla. A través de la peripecia política y biográfica de Heinrich Mann y Nelly Kröger, Juers ofrece en La casa del exilio un panorama de los escritores perseguidos que encontraron refugio en Estados Unidos mientras Europa se desangraba. Las dificultades materiales a las que se enfrentan son las de cualquier exiliado, solo que, en su caso, el desamparo se ve multiplicado al perder el público que entiende la lengua en la que se expresan.
En cuanto a Berman, no cree como Minc que los intelectuales hayan dejado de existir; para Berman, han desertado, han huido, como sostiene desde el título. Han desertado al menos a la hora de luchar contra el terrorismo islamista, y por eso Berman los acusa de condescender irresponsablemente con un nuevo fascismo. Berman no advierte, sin embargo, que su aproximación podría estar reiterando los errores de quienes levantaron por única bandera la del antifascismo; es decir, los mismos errores de los que dan cuenta los ensayos de Minc y de Gerassi.
Una historia política de los intelectuales. Alain Minc. Traducción de Mónica Rubio. Duomo Perímetro. Barcelona, 2012. 487 páginas. 24 euros. Conversaciones con Sartre. John Gerassi. Traducción de Palmira Feixas. Sexto Piso. Madrid, 2012. 508 páginas. 26 euros. La casa del exilio. Evelyn Juers. Traducción de Verónica Fernández-Muro. Circe. Barcelona, 2012. 416 páginas. 22 euros. La huida de los intelectuales. Paul Berman. Traducción de Juanjo Estrella. Duomo. Barcelona, 2012. 284 páginas (sale el 9 de abril).
El País
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