«Una pareja de jóvenes apuestos, acuciados por
pasiones urgentes como la vida, se mira a los ojos al bailar un tango
aún no escrito, en el salón silencioso y desierto de un transatlántico
que navega en la noche. Trazando sin saberlo, al moverse abrazados, la
rúbrica de un mundo irreal cuyas luces fatigadas empiezan a apagarse
para siempre.»
Un extraño desafío entre dos músicos, que lleva a uno de ellos a Buenos Aires en 1928; un asunto de espionaje en la Riviera francesa durante la Guerra Civil española; una inquietante partida de ajedrez en el Sorrento de los años sesenta...El tango de la Guardia Vieja narra con pulso admirable una turbia y apasionada historia de amor, traiciones e intrigas, que se prolonga durante cuatro décadas a través de un siglo convulso y fascinante, entre la luz crepuscular de una época que se extingue.
Un extraño desafío entre dos músicos, que lleva a uno de ellos a Buenos Aires en 1928; un asunto de espionaje en la Riviera francesa durante la Guerra Civil española; una inquietante partida de ajedrez en el Sorrento de los años sesenta...El tango de la Guardia Vieja narra con pulso admirable una turbia y apasionada historia de amor, traiciones e intrigas, que se prolonga durante cuatro décadas a través de un siglo convulso y fascinante, entre la luz crepuscular de una época que se extingue.
EL TANGO DE LA GUARDIA VIEJA
EXTRACTO ESCOGIDO POR ARTURO PÉREZ-REVERTE
EXTRACTO ESCOGIDO POR ARTURO PÉREZ-REVERTE
El fumoir-café del transatlántico comunicaba las cubiertas de paseo
de primera clase de babor y estribor con la de popa, y Max Costa se
dirigió allí durante la pausa de la cena, sabiendo que a esa hora
estaría casi vacío. El camarero de guardia le puso un café solo y doble
en una taza con el emblema de la Hamburg-Südamerikanische. Tras
aflojarse un poco la corbata blanca y las pajaritas del cuello
almidonado, fumó un cigarrillo junto al ventanal por el que, entre los
reflejos de la luz interior, se adivinaba la noche afuera, con la luna
bañando la plataforma de popa. Poco a poco, a medida que se despejaba el
comedor, fueron apareciendo pasajeros que ocuparon las mesas; de modo
que Max se puso en pie y salió del recinto. En la puerta se apartó para
dejar paso a un grupo masculino con cigarros en las manos, en el que
reconoció a Armando de Troeye. El compositor no iba acompañado por su
mujer, y mientras caminaba por la cubierta de paseo de estribor hacia el
salón de baile, Max la buscó entre los corrillos de señoras y
caballeros cubiertos con abrigos, gabardinas y capas, que tomaban el
aire o contemplaban el mar. La noche era agradable, pero el Atlántico
empezaba a picarse con marejada por primera vez desde que zarparon de
Lisboa; y aunque el Cap Polonio estaba dotado de modernos sistemas de
estabilización, el balanceo suscitaba comentarios de inquietud. El salón
de baile estuvo poco frecuentado el resto de la noche, con muchas mesas
vacías, incluida la habitual del matrimonio De Troeye. Empezaban a
producirse los primeros mareos, y la velada musical fue corta. Max tuvo
poco trabajo; apenas un par de valses, y pudo retirarse pronto.
Se cruzaron junto al ascensor, reflejados en los grandes espejos de la
escalera principal, cuando él se disponía a bajar a su cabina, situada
en la cubierta de segunda clase. Ella se había puesto una capa de piel
de zorro gris, llevaba en las manos un pequeño bolso de lamé, estaba
sola y se dirigía hacia una de las cubiertas de paseo; y Max admiró, de
un rápido vistazo, la seguridad con que caminaba con tacones pese al
balanceo, pues incluso el piso de un barco grande como aquél adquiría
una incómoda cualidad tridimensional con marejada. Volviendo atrás, el
bailarín mundano abrió la puerta que daba al exterior y la mantuvo
abierta hasta que la mujer estuvo al otro lado. Correspondió ella con un
escueto «gracias» mientras cruzaba el umbral, inclinó la cabeza Max,
cerró la puerta y desanduvo camino por el pasillo, ocho o diez pasos. El
último lo dio despacio, pensativo, antes de pararse. Qué diablos, se
dijo. Nada pierdo con probar, concluyó. Con las oportunas cautelas.
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