Si se mira bien, no hay otro poeta, de entre todos los clásicos
castellanos, que haya influido tanto en la literatura contemporánea como
san Juan de la Cruz. Pero aún se necesitan más estudios sobre la huella
del autor de Noche oscura en obras tan importantes como las de T. S. Eliot, Paul Valéry, Juan Ramón Jiménez, José Ángel A. Valente o Juan Goytisolo,
entre otros. Quizá, Ernesto Cardenal es quien encarna mejor las dos
naturalezas de san Juan de la Cruz: la de poeta, y la de religioso y
místico. Pero también la del enamorado, la del sensual, y la del
perseguido político-religioso. La vertiente mística de Cardenal, mucho
menos investigada que la de su compromiso religioso y revolucionario,
resulta tan excitante e intensa como las imágenes de un encuentro
erótico con Dios.
Después de haber recorrido a pie muchas leguas entre Castilla y
Andalucía, cimentando la reforma carmelita, san Juan de la Cruz solicitó
permiso para emprender el que con toda probabilidad sería su último
viaje: fundar el primer convento descalzo en México. Las inquinas de
algunos de sus hermanos y la enfermedad le impidieron realizar ese
viaje. Agonizando ya en una celda de Úbeda, interrumpió los rezos por su
alma y pidió que le leyesen, a cambio, el Cantar de los cantares,
a pesar de los problemas que el epitalamio bíblico había causado a
quienes osaron traducirlo al castellano del siglo XVI. Pero san Juan de
la Cruz era un poeta que reivindicaba su relación erótica con Dios, así
que no imagino palabras más apropiadas que estas de los primeros versos
del Cantar para antes de morir: “Que me bese con los besos de su boca”.
Aunque el carmelita descalzo no llegó a pisar nunca tierra americana,
hoy contamos con la obra de este discípulo aventajado, compatriota de
Darío, su “paisano inevitable”, como lo definió Coronel Urtecho. La concesión del premio Reina Sofía de poesía iberoamericana a Ernesto Cardenal
coincide este año con la publicación de un estudio esencial de Luce
López-Baralt sobre la dimensión mística de la obra del poeta
nicaragüense. La especialista en literatura mística ha sido clave para
Cardenal, no solo como interlocutora, al estilo de las religiosas y
seglares con las que san Juan de la Cruz dialogaba y a las que dedicaba
sus versos más encendidos, sino porque López-Baralt le descubrió la
enorme influencia de la mística sufí y de las lenguas semíticas en la
obra del carmelita, siguiendo los primeros apuntes de Asín Palacios.
López-Baralt
se adentra en las consecuencias de lo que le sucedió a Cardenal aquel 2
de junio de 1956. Por decirlo de un modo que quizá resulte demasiado
simplista y burdo (siempre fracasaremos al tratar de decir lo
indecible): después de aquel día, Cardenal pasa de hacer el amor con las
mujeres a hacerlo con Dios. “Yo tuve una cosa con Él, y no es un concepto”, reclama. “Si
oyeran lo que digo a veces / se escandalizarían. Que qué blasfemias /
Pero vos entendés mis razones. / Y además bromeo. / Y son cosas que los
que se aman se dicen en la cama”.
A partir de entonces, el corpus de su obra mística, aunque tiene presencia en casi todos sus escritos, se empieza a gestar en Gethsemani, Ky., y en Salmos, pero se concentra principalmente en Vida en el amor
(libro de fragmentos de tipo ensayístico tras su paso por el monasterio
trapense de Merton); se eleva más tarde en su monumental Cántico cósmico (en particular en sus últimas cántigas); y es esencialmente en Telescopio de la noche oscura (que iba a ser parte del Cántico,
pero se publicó independientemente) donde Cardenal describe en versos
sensuales su encuentro radical con Dios, que empezó aquel 2 de junio. En
Versos del pluriverso y en El origen de las especies
se prolonga su canto místico y su diálogo permanente con los
descubrimientos científicos. El interés por la ciencia (que también le
vincula a los místicos) para él supone una magia añadida al misterio del
Dios del bosón y de los astros. Y también al Dios de las células o el
sexo: “Poeta, Dios está en el coño de las mujeres. / Está en todas partes dice el catecismo. / Pero no está lo mismo en todas partes”.
Se ha leído y atendido más al Cardenal del Exteriorismo, al de las
influencias de Pound, Salinas o Neruda; al revolucionario de
Solentiname, al de la bronca legendaria de Juan Pablo II en el
aeropuerto de Managua cuando lo tuvo delante (el único ministro
sandinista arrodillado), o incluso al de los epigramas a sus antiguas
amadas, el del “Al perderte yo a ti tú y yo hemos perdido”.
Pero me temo que será su obra mística la que pasará el filtro del
olvido. Ya es el principal exponente de la literatura mística de
Latinoamérica, y eso lo dota de las virtudes duraderas de los clásicos.
San Juan de la Cruz, tras un largo viaje de siglos, pisa tierra.
Francisco Javier Sancho Más es periodista, escritor y filólogo. Autor del libro de relatos Si estuvieras aquí (Icaria). Actualmente investiga la influencia de san Juan de la Cruz en autores de nuestro tiempo.
sanchomas@gmail.com
El País
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