La totalidad de la extensa obra de Agustín García Calvo como poeta,
como dramaturgo, como filósofo, como filólogo, como traductor, como
maestro, como articulista, parece guiada por una voluntad constante e
irreductible: entrever la realidad, la escueta realidad, detrás de la
espesa niebla que las convenciones sociales levantan a su alrededor.
Para identificar esas convenciones contaba con uno de los instrumentos
más infrecuentes en estos días de insensato desprecio de las
humanidades, como era su excepcional conocimiento de la cultura clásica.
La cultura clásica no fue solo su dedicación como universitario,
discípulo de Antonio Tovar en Salamanca y, más tarde, catedrático en
Sevilla y Madrid; fue sobre todo el estímulo para su propia creación y
también el punto de apoyo desde el que lanzar su radical sentido crítico
contra los asuntos más inmediatos de la actualidad. Gracias a su
conocimiento de la cultura clásica podía advertir cuánto de accidental
se esconde en verdades que se proclaman eternas, y cuánto de
pretencioso, incluso de estúpido, inspira la convicción de que el mundo
pueda vivir jamás una nueva era donde los saberes del pasado resulten
inútiles y ociosos. De existir alguna verdad, para Agustín García Calvo,
fallecido ayer en Zamora a los 86 años, nunca adoptaría la forma de una
respuesta sino la de una inagotable interrogación, frente a la que
todas las respuestas son siempre provisionales.
El régimen franquista lo apartó de la cátedra tras la revuelta
universitaria de 1965, junto a Enrique Tierno Galván y José Luis
López-Aranguren. Su apoyo a los estudiantes tuvo menos que ver con la
defensa de la democracia que con la defensa de la libertad, y esa
diferencia, que solo pudo manifestarse sin equívocos tras la muerte del
dictador, fue la que definió la singularidad y la estimulante
excentricidad de su figura. En nombre de la libertad, Agustín García
Calvo era tan contrario a la dictadura como a la democracia, que
consideraba una forma eficaz de convalidar aquellas convenciones
sociales que levantaban la niebla alrededor de la realidad, de la
escueta realidad que él trataba de entrever.
Pertenecía a la limitada nómina de escritores que, arremetiendo
sistemáticamente contra las creencias establecidas, contra las
convenciones sociales, contribuía a depurarlas y, al tiempo, a revelar
su extraordinaria fragilidad. Podía despertar por ello tanta fascinación
intelectual como desconcierto civil, colocando a sus lectores y también
a sus discípulos ante la saludable necesidad de distinguir los planos
de la reflexión y de la acción, del pensamiento y de la política. Si
algo aborreció Agustín García Calvo fue la lógica de los mercaderes, la
búsqueda obsesiva de la ganancia y los múltiples disfraces que adoptaba.
Tanto como su conocimiento de la cultura clásica influyó en su obra y
en su actitud el estudio de la lengua y de los mecanismos del lenguaje.
Los conceptos acuñados, las palabras de uso más corriente, influyen
tanto como las convenciones sociales, de las que suelen ser directa
expresión, en el enmascaramiento de la realidad. La filología en su
sentido más extenso, lo mismo que la cultura clásica, no eran para
Agustín García Calvo saberes intransitivos, conocimientos que se agotan
en el simple esfuerzo de adquirirlos, sino instrumentos de su radical
sentido crítico. Durante los últimos años, y en especial desde su
jubilación universitaria en 1992, su participación en los debates
públicos fue escasa pero siempre contundente y original, como se pudo
comprobar durante el movimiento del 15-M. No por ello dejó de estar
presente, puesto que, tanto a través de su obra como de sus discípulos,
consiguió afianzar una manera de aproximarse a los problemas que llevan
su marca indiscutible. Animó iniciativas como el Círculo Lingüístico de
Madrid, en el que también participó Rafael Sánchez Ferlosio, y durante
sus años de exilio en París fue el centro de la tertulia de La boule
d’or. Es probable que el pensamiento más estimulante de la España de las
últimas décadas no pueda entenderse sin la influencia de esas reuniones
y sin Agustín García Calvo. Contradiciéndola en parte y en parte
siguiéndola, su voluntad constante e irreductible de entrever la
realidad, la escueta realidad, ha marcado la historia de las ideas en
España.
El País
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