Arturo Pérez-Reverte
(Cartagena, 1951) es un pésimo bailarín. También de tango. Pero es un
óptimo analista de mecanismos y un sagaz decantador de esencias.
Pertenezcan o no a la esfera de sus aficiones particulares, el narrador
eficaz es aquel capaz de elevar aquello que no domina después de
ensamblar palabras. “El tango no requería espontaneidad, sino propósitos
insinuados y ejecutados de inmediato en un silencio taciturno, casi
rencoroso. Y así se movían los dos, con encuentros y desencuentros,
quiebros calculados, intuiciones mutuas que les permitían deslizarse con
naturalidad por la pista”. ¿Acaso no supondrían que el que escribe este
párrafo practica a diario con Carlos Gardel?
De bailes canallas, ajedreces inquietantes y asuntos de espías
hablaron Arturo Pérez-Reverte y la actriz Cayetana Guillén Cuervo en el
Teatro Español, donde se presentó esta noche El tango de la Guardia Vieja
(Alfaguara), la nueva novela del escritor, en la que destripa la
sustancia del tango al tiempo que la pareja protagonista, Mecha y Max,
se somete al zarandeo de un amor tortuoso durante cuatro décadas.
Es, tal vez, la novela más romántica de las 22 que ha escrito
Pérez-Reverte desde 1986, sin por ello renunciar a la acción, el
suspense y el marco histórico de tres periodos singulares (1928, 1937 y
1966) que el autor apuntala con una documentación prolija sobre músicas,
modas, lecturas y marcas. Y es, sin duda, la obra que ha requerido más
cocción. Nació en un hotel de Buenos Aires, cuando Pérez-Reverte había
saboreado su primer éxito masivo (El club Dumas), mientras
observaba a un tipo guapo, parecido a su Max, bailando con una mujer de
unos cincuenta años que desprendía un estilo abrumador. “Empecé a darle
vueltas al tango como símbolo. Tenía 39 o 40 años, pero me faltaba
mirada, canas, cansancio de muchas cosas”, confesó el escritor ante un
auditorio, que se había sumergido en la atmósfera literaria viendo a una
pareja bailar La Cumparsita.
Pérez-Reverte le ha traspasado varias cosas de sí mismo a Max Costa,
el seductor que descubre que el sentido de la vida se reduce a una cosa:
que una mujer superior le mire con respeto o admiración. En el
personaje hay rastros de los recuerdos infantiles del autor: gestos y
usos calcados de su padre. Pero básicamente hay huellas de su pasado de
reportero: los trucos para sobrevivir en situaciones extremas (“he
conocido muchos rufianes y he usado seducciones de todo tipo, he
comprado policías y aduaneros”) y la facilidad para buscar cómplices
(“toda mi vida me he dedicado a trabajar a los subalternos”).
El autor habló de personajes y mundos literarios pero también de la
tramoya sobre la que se sustenta una obra. “Soy un tipo que cuenta
historias, un escritor profesional. Intento hacer una historia que
funcione y hacen faltan herramientas para que esa historia fluya de
forma eficaz. Cada novela es un desafío diferente”.
Parte de ese trabajo es, reconoció, muy placentero. Pérez-Reverte
recorre sus localizaciones para empaparse de autenticidad: saber qué
vino beben, qué se contempla desde la habitación del hotel o en qué cama
se acuestan sus personajes. En esta novela, además, se acuestan mucho.
El sexo tiene varias caras: a ratos turbio, a ratos romántico. Cayetana
Guillén Cuervo le preguntó cómo encontró el equilibrio para no perder la
elegancia. Y Pérez-Reverte regaló la comparación de la noche:
—El sexo es como las siete y media. Si pides una carta de más,
resulta vulgar. Y si te quedas corto y te plantas, pareces un mojigato.
El País
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