Dicen que cuando uno se enfrenta cara a cara con la muerte algo
cambia en su interior, como si la certeza del propio fin pusiera en
marcha un mecanismo que acaba otorgando al ser humano una perspectiva
distinta de las cosas. Sin embargo Christopher Hitchens no vivió ninguna
epifanía. Hasta el último día siguió siendo el ateo deslenguado y
escéptico que el mundo había conocido. Lo cuenta el propio Hitchens en Mortalidad
(Debate, en traducción de Daniel Rodríguez Gascón), el libro en el que
retrata su enfermedad, con luz y taquígrafos. Sin ahorrarse nada.
La obra póstuma de este pensador y polemista recopila, con variaciones, los artículos que Hitchens publicó en la revista Vanity Fair
desde el momento en que se le diagnosticó un cáncer hasta pocos días
antes de su muerte, cuando ya había perdido la voz. “Aquella noche me
desperté con la sensación de que estaba encadenado a un cadáver”, dice
el británico, maestro de la prosa más descarnada, para describir el
momento, a principios de junio de 2010, en que en medio de la noche notó
un dolor agudo en el pecho y se vio obligado a consultar al médico. El
diagnóstico fue tajante: “Un cáncer agresivo y muy extendido”. Aquel
mismo día, mientras promocionaba su autobiografía, Hitch 22, el
ensayista acudió a dos programas de televisión (“los compromisos eran
importantes”) sabiendo que tan solo había empezado a ensayar el calvario
que estaba por venir.
En las siguientes páginas, aun cuando el lector note que el león se
aplaca, Hitchens hace honor a la mala leche que le caracterizaba en
vida, sin olvidar la inmensa humanidad y talento que desprendían sus
reflexiones: “La nueva tierra es bastante acogedora a su manera. Todo el
mundo sonríe con coraje y parece que no existe el racismo (…). Por el
contrario el humor es flojo y repetitivo, parece no haber ni un poco de
conversación sobre el sexo y la cocina es la peor de todos los lugares
que he visitado. El país tiene su propia lengua así como gestos
perturbadores que requieren cierto tiempo para acostumbrarse a ellos”,
dice Hitchens de su obligada visita a los territorios del cáncer.
Aunque se ha repetido hasta la saciedad y el autor sea famoso por
ello, no está de más recordar su intransigencia religiosa, que dejó
clara en obras como Dios no es bueno o su polémico ensayo sobre la Madre Teresa de Calcuta y que el propio Hitchens trata en Mortalidad con flema. Primero reproduce la entrada de un blog
frecuentado por extremistas cristianos donde se relaciona el cáncer del
escritor con sus pretendidas ofensas a Dios y en el que se le desea
“que arda eternamente en el infierno”. Eso sirve a Hitchens como punto
de partida para una demoledora autopsia sobre la religión en la que
acaba advirtiendo a los lectores que si en algún momento cambiara de
opinión y solicitara la ayuda de alguna divinidad, que “sepan” que no ha
sido él.
No podían faltar en esta suerte de epílogo sus grandes obsesiones
públicas: “¿De verdad no viviré para ver a mis hijos casarse? ¿Para ver
el World Trade Center alzarse otra vez? ¿Para leer —si no escribir— los
obituarios de viejos villanos como Joseph Ratzinger o Henry Kissinger?”,
se pregunta en un formato dolorosamente retórico el hombre que durante
años fue el azote de figuras como Bill Clinton, Noam Chomsky o el
mencionado Kissinger.
En Mortalidad, describe la sensación de ser envenenado con
un propósito que no acierta a comprender, sus conversaciones con amigos
que le hablan de terapias novedosas que nunca llegan a materializarse o
de su anhelada delgadez, que cuando llega lo hace convertida en un
enemigo cuyos beneficios son “convertir cada paseo al frigorífico en una
forzada marcha”. Y entonces emerge el grandioso ser humano que se
escondía tras aquel tipo capaz de desnudar a cualquiera con tres frases.
Hitchens, descrito por Richard Dawkins como “el más grande orador de
nuestro tiempo” murió el 15 de diciembre de 2011 en Houston. A su
funeral acudieron personajes tan dispares como Sean Penn, Anna Wintour,
Salman Rushdie o Paul Wolfowitz, uno de los halcones de la
administración Bush. En el precioso epílogo, su esposa, Carol Blue,
cuenta la “esperanza radical” de su marido hasta el final, de sus
peticiones de lectura “tráeme a Nietszche, Mencken y Chesterton” y de
sus charlas a media voz cuando la suerte parecía echada. Después de su
muerte, cuenta Blue, se dedicó a vaciar las estanterías de libros y leer
las notas que Hitchens depositaba en ellos: “Cuando lo hago, le
escucho, y él tiene la última palabra. Una vez tras otra, Christopher
tiene la última palabra”.
El País
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