El asesino. El sanguinario. El delirante. El coco… Antepongan esos
calificativos a estos: el virtuoso. El incorruptible. El demócrata. El
soñador. ¿Cómo cuadrarlos? Difícil. Pero habría que equilibrar la
balanza, demasiado torcida ante los primeros, en el caso de Maximilien
Robespierre. El personaje más controvertido de aquel hito que marcó la
Historia Universal y que se dio en llamar Revolución Francesa merece un
juicio justo que le devuelva la cabeza de la guillotina eterna.
Eso y no más es lo que han pretendido, cada uno a su manera, el
historiador australiano de la Universidad de Melbourne Peter McPhee, y
el escritor español Javier García Sánchez. Uno con una pulcra y rigurosa
biografía publicada por Península y el otro con una ambiciosa novela de
1.200 páginas sobre el líder jacobino que ha sacado al mercado Galaxia
Gutenberg y que empezó a escribir por pasión, por identificación, por
espíritu de cruzada, hace 30 años.
Hay demasiadas injurias en torno a Robespierre. Injurias vertidas a
lo largo de más 200 años no solo en la Historia, también en la
filosofía, en el cine, en la literatura… Incluso en el urbanismo: es el
único personaje crucial en el devenir de Francia que no cuenta con una
calle a la altura de su leyenda y sus hitos en el centro de París.
Allá llegó para participar en la reunión de los Estados Generales el
abogado a quien siempre se achacó cierto complejo de provinciano. Desde
la norteña Arrás se presentaba en la resabiada capital —“puta y santa”,
escribe García Sánchez— este líder en ciernes, con su inseguridad a la
hora de armar discursos, su conocimiento de memoria de la obra de
Rousseau, su miopía y una paradójica timidez un tanto altiva que no
guardó en el baúl donde sí se llevó a París una chaqueta de paño negro,
un chaleco de satén, tres pares de pantalones, seis camisas, seis
pañuelos y tres pares de calcetines…
Enfermiza parecía su obsesión por la austeridad, por dar ejemplo. Y,
por tanto, sospechosa. “La mayor contradicción para quien durante siglos
ha querido atacarle era que le apodaran El incorruptible. No
cuadraba ese calificativo con los intentos de desprestigiarle contando
que se había encerrado en orgías de palacios pertenecientes a la
aristocracia con decenas de eunucos”, comenta García Sánchez.
McPhee ahonda en la propia incomprensión de Robespierre ante su
obsesión por la plena limpieza. “Encontraba serias dificultades en
comprender por qué los propios republicanos se mostraban tan en contra
del bien común. Se desesperaba ante la falta de integridad, los nervios
le llevaban hasta el borde mismo del colapso, sobre todo, al final,
cuando entendió que su periodo había terminado”.
De la revolución al terror, algo a lo que se vio abocado pese a
repugnarle la violencia, el camino se llenó de sombras. Manchas que
poblaron, según el autor español, “la biografía digna de quien porta la
gallardía insensata de un héroe mártir”. Acusaciones que le han afectado
hasta hoy culpándole de todos los males, los desmanes, los desvaríos,
las purgas, cuando, según García Sánchez, “no dio el visto bueno
personalmente más a cuatro o cinco penas de muerte”.
Asombroso hurgar en los papeles. “No tuvo nada que ver con los
asesinatos en masa, los repudiaba”, agrega McPhee. Así que conviene
urgentemente sacarle de la lista que lo emparenta con todos los
exterminadores que en el mundo han sido.
Si el prisma histórico ha deformado sistemáticamente la figura de
alguien, este es el caso de Robespierre. Pero aún no se escapa: “Sigue
resultando enormemente controvertido”, afirma el australiano. Quizás su
obsesión por la virtud, ese faro en su pulso vital, es la causa. Se
reveló tan consecuente que ha influido en la mala conciencia de la
posteridad o en la propia sospecha de que no podía nadie llegar a tales
cotas de autoexigencia. “Él fue”, según McPhee, “ uno de los grandes
demócratas de la Historia, apasionado, comprometido con los derechos
humanos y con la participación en la vida pública de todos los estratos
de la sociedad. Entendía que sin la participación popular y el respeto
por los avances civiles y sociales existiría un permanente y violento
desencanto social”.
Lo primordial en cuanto a su figura es acabar con el rumor. “La
visión que se ha dado de él se ha fundamentado en un rumor. No más.
Cuando cae e iba camino de la guillotina —aquel 10 Termidor, 28 de julio
de 1794 para la cristiandad— empieza ese rumor sobre él, ajeno a los
hechos, que se ha propagado de manera organizada y continua a lo largo
de más de 200 años y ha dado lugar a que el 95% de lo que se ha escrito
fuera falso”.
Lo mismo le ocurre a su aliado Saint-Just; ambos han pasado a la
historia como peligros por inculcar una radical filosofía de la virtud y
el bien común desde espíritus laicos. Fueron emisarios de una vida
futura, perecieron convencidos de que su obra no quedaba concluida
cuando en realidad dieron lugar a una auténtica revolución de las
mentalidades. Así es y no de otra forma como García Sánchez afrontó la
narración. “Con la intención de crear una obra lírica, con voluntad de
epopeya sobre unos hombres que quisieron cambiar el mundo consiguiéndolo
y que perecieron en el intento creyendo que habían fracasado”.
El Pais
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