En estos años hemos oído de todo: se lo tenía merecido por ofender al
Islam, era un escritor mediocre que sólo buscaba promocionarse, se
pegaba la gran vida mientras fingía sentirse acosado, su custodia
implicaba un gasto inasumible para las autoridades, aparecía y
desaparecía y en el fondo disfrutaba con el lío que había montado. Es
curioso que una amenaza tan intolerable suscitara tan poca solidaridad,
pero así ocurrió con el caso Rushdie y ahora es él mismo quien lo
cuenta, en esta apasionante Memoir que se lee -valga la expresión tópica- como la apasionante novela de una historia que jamás debería haber ocurrido.
Sorprende en efecto que en los círculos, digamos, ilustrados -porque en los otros no faltaron quienes sostuvieran que el agravio a la religión merecía alguna clase de castigo-, la causa de Salman Rushdie no levantara una oleada de indignación paralela a la que azuzaron el difunto tirano de Persia y sus abiertos o velados simpatizantes en todo el mundo islámico. Después de leer este libro dos cosas, al menos, quedan claras. La primera y más evidente, que Rushdie no es en absoluto un escritor mediocre. Las memorias son una forma como cualquier otra de literatura y no es fácil conseguir que interesen como si de la vida de uno se tratara, aunque lo sucedido con el escritor anglo-hindú -ahí está la clave- nos concierne a todos.
O las sociedades libres -y esta sería la segunda conclusión- plantan cara a la amenaza del fanatismo o están abocadas no a la decadencia, sino a la desaparición. La democracia y los derechos humanos no son conquistas de Occidente, sino de toda la humanidad, mal que les pese a quienes proclaman la necesidad de entender -o más bien de acatar- las razones de la barbarie. En una sociedad libre, por ejemplo, no se cuelga a los homosexuales de las grúas ni la blasfemia está tipificada como delito ni se persigue a nadie en razón de sus opiniones, por desafortunadas que sean, salvo cuando estas entran en contradicción -como es el caso del integrismo o fue el de las ideologías totalitarias- con las libertades más elementales. Llegar hasta aquí ha costado siglos, guerras y mucho dolor inútil, no lo fastidiemos ahora.
Sorprende en efecto que en los círculos, digamos, ilustrados -porque en los otros no faltaron quienes sostuvieran que el agravio a la religión merecía alguna clase de castigo-, la causa de Salman Rushdie no levantara una oleada de indignación paralela a la que azuzaron el difunto tirano de Persia y sus abiertos o velados simpatizantes en todo el mundo islámico. Después de leer este libro dos cosas, al menos, quedan claras. La primera y más evidente, que Rushdie no es en absoluto un escritor mediocre. Las memorias son una forma como cualquier otra de literatura y no es fácil conseguir que interesen como si de la vida de uno se tratara, aunque lo sucedido con el escritor anglo-hindú -ahí está la clave- nos concierne a todos.
O las sociedades libres -y esta sería la segunda conclusión- plantan cara a la amenaza del fanatismo o están abocadas no a la decadencia, sino a la desaparición. La democracia y los derechos humanos no son conquistas de Occidente, sino de toda la humanidad, mal que les pese a quienes proclaman la necesidad de entender -o más bien de acatar- las razones de la barbarie. En una sociedad libre, por ejemplo, no se cuelga a los homosexuales de las grúas ni la blasfemia está tipificada como delito ni se persigue a nadie en razón de sus opiniones, por desafortunadas que sean, salvo cuando estas entran en contradicción -como es el caso del integrismo o fue el de las ideologías totalitarias- con las libertades más elementales. Llegar hasta aquí ha costado siglos, guerras y mucho dolor inútil, no lo fastidiemos ahora.
diariodesevilla.es
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