Hay una imagen escalofriante: el traje rosa, uno de los favoritos de su marido, que Jacqueline Kennedy lucía aquella tarde de hace 50 años sigue intacto, bañado en sangre, protegido de la luz y el aire en una cámara acorazada de los Archivos de la Nación, en los suburbios de Maryland, negando el paso del tiempo y afirmando desde su inocencia color chicle que medio siglo después del magnicidio de Dallas ni siquiera un trapo sucio puede descansar en paz.
No quedó rastro del famoso sombrerito que lucía la primera dama, pero lo aterrador es que el cerebro reventado del presidente de EE UU también desapareció misteriosamente del hospital donde se le practicó la autopsia. La CIA mintió, el FBI mintió, se quemaron, extraviaron y ocultaron datos y documentación fundamentales para el caso y la verdad (y por tanto la justicia) sobre el asesinato, el 22 de noviembre de 1963, de John Fitzgerald Kennedy quedó sepultada en una ignominiosa fosa común de especulaciones y vergüenza histórica. Una tragedia política que desde ahora cuenta con un capítulo más gracias a Philip Shenon, periodista de The New York Times, quien un día de hace cinco años recibió una extraña llamada de alerta.
Al otro lado de la línea telefónica estaba un abogado que había comenzado su carrera en la Comisión JFK. Caso Abierto. La historia secreta del asesinato de Kennedy (Debate) en un libro fundamental para arrojar luz sobre aquel pozo por el que se precipitó la inocencia de toda una generación.
Warren, establecida por el presidente Lyndon B. Johnson para resolver el caso y cuyas conclusiones fueron del todo insuficientes. El abogado le pedía al periodista reconstruir una vez más la vieja historia antes de que los implicados directos (la comisión se formó con jóvenes abogados llegados de los mejores despachos del país y otros veteranos con los que formaban parejas de trabajo) pasasen a mejor vida o perdiesen definitivamente la memoria. Por primera vez en medio siglo, muchos de los supervivientes vinculados a la investigación se han atrevido a hablar convirtiendo
Shenon ha necesitado 5 años y 752 páginas (incluido el índice de notas y el onomástico) para concluir no solo que la muerte de Kennedy pudo evitarse sino que la investigación del magnicidio estuvo torpedeada desde su inicio. Según Shenon, son cuatro los responsables más directos de la farsa que rodeó al caso: el director de la CIA, Richard Helms; el del FBI, J. Edgar Hoover; el presidente de la Corte Suprema de Estados Unidos y responsable último de la comisión, Earl Warren y, lo más sorprendente, Robert Kennedy, hermano pequeño del presidente y su hombre de confianza.
Durante los cinco años que Bobby sobrevivió a su hermano, criticó ante amigos y familiares el trabajo de la Comisión Warren. Sin embargo no solo no hizo nada por denunciarla públicamente, sino que firmó un documento en el que negaba cualquier sospecha de conspiración. “Nadie estuvo en mejor posición que él para exigir la verdad, primero como fiscal, posteriormente como senador y, ante todo, como hermano del presidente”, escribe Shenon en su libro.
Lo cierto es que Robert Kenney —y otro nuevo volumen, La conspiración(Crítica), de David Talbot, se encarga de exponer al detalle las fuerzas oscuras que le acosaron— estaba obsesionado con la muerte de su hermano. Durante meses se vistió solo con su ropa y abrió su propia investigación privada para determinar si la Mafia o Jimmy Hoffa estaban implicados.
Pero de toda la investigación de Shenon quizá el dato más novedoso hasta la fecha es el que sitúa a Lee Harvey Oswald en una trama mexicano-cubana que pese a su gravedad fue extrañamente pasada por alto primero y literalmente borrada del mapa después por la CIA y el FBI. Oswald estuvo en México semanas antes de viajar a Dallas, tuvo una amante mexicana que trabajaba en la embajada de Cuba y se reunió con espías de la isla. La CIA conocía todos los movimientos pero los ocultó. Después del asesinato, evitó a toda costa que circulase la información sobre el viaje a México. Se destruyeron
pruebas y se ocultaron testimonios, como uno que aseguraba haber visto a Oswald en la embajada de Cuba jactándose de su intención de matar a Kennedy. El documento que probaba que la CIA y el FBI estaban al corriente desapareció antes de llegar a manos de los abogados. Pero la cosa no se queda ahí: la Comisón Warren se reunió en secreto con Fidel Castro. Uno de los abogados veteranos, William Coleman, se entrevistó con el mandatario en un yate con la misión de averiguar si los servicios secretos cubanos estaban o no implicados. Coleman, un afroamericano de brillante carrera, y Castro se habían conocido años antes en Nueva York en los locales nocturnos de Harlem. A Coleman le había impresionado el atractivo y la inteligencia del cubano, entonces un joven fascinado con el jazz que pasaba su luna de miel en Manhattan. A bordo del yate, navegando por el Atlántico, Castro negó cualquier vínculo con el asesinato, incluso se atrevió —pese a la invasión de Bahía de Cochinos— a expresar su admiración por Kennedy. Coleman concluyó que se fue de allí como llegó: confundido.
Es paradójico que la cantidad de documentación desclasificada en los últimos años contribuya a alimentar el fuego del embrollo y no al revés. ¿Por qué se ocultó que la policía secreta del presidente había salido a beber la noche antes del asesinato? ¿Por qué se censuró del testimonio de Jackie Kennedy su macabra descripción de cómo se aferró al cráneo roto de su marido? El misterio sigue vivo junto a montañas de documentos que se apilan ya sea sobre la mesa de un periodista o en los Archivos de la Nación. Una fría cámara acorazada dedicada a preservar con honores faraónicos los objetos mortuorios de una memoria inexplicable en la que cabe por igual un ensangrentado traje estilo Chanel o, a pocos metros, la película original que Abraham Zapruder capturó con su cámara casera, quizá el fragmento de cine más visto de la historia. Esa secuencia con la que millones de personas se siguen preguntando qué demonios falló.
El Pais
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