Esta novela, escrita en 1934 y un éxito de ventas
en su día, reconstruye el llamado «misterio de Penge», que estremeció a
la sociedad victoriana de 1877. Harriet es una mujer de treinta y dos
años, elegante y adinerada, ya en posesión de su propia herencia; pero
es también lo que «los vecinos del pueblo» de donde procede su madre
llaman «tontita». Esta alma cándida y simple conoce un día, mientras
pasa una temporada en casa de unos parientes pobres, a Lewis Oman,
empleado en una casa de subastas, el cual no tarda en pedir su mano.
«Las mujeres me encuentran atractivo», le dice a la madre de Harriet,
que solo ve en él a un vulgar cazafortunas y que trata por todos los
medios de impedir la boda. Sin embargo, ésta se celebra... y Harriet, a
merced de su marido y de la familia de éste, entra en una pesadilla que
nadie habría sido capaz de imaginar.
Lo inimaginable es, ciertamente, el tema de Harriet, una novela que empieza como Washington Square y termina como Luz de gas.
Elizabeth Jenkins compone una brillante historia de seducción y engaño
que progresa como una novela de horror, con un suspense casi
irrespirable.
I
A las cinco y media de la tarde de un día de enero de 1875, reinaba en
la sala de estar de la señora Ogilvy un ambiente muy acogedor. Se
encontraba en la planta principal de la vivienda y, aunque no podía
decirse que estuviera amueblada con gusto, era una estancia cálida y
luminosa, muy confortable en un día tan frío como aquél. La repisa de la
chimenea, sobre la que había un espejo de marco dorado, estaba
engalanada con un lazo de terciopelo rojo. Las cortinas de chintz tenían
un estampado de enormes rosas y claveles dispuestos en series
alternativas unidas por amplios ramilletes verdes. En la tapicería del
sofá se observaba un popurrí similar en rojo y en blanco, pero la señora
Ogilvy ocupaba una butaca de color granate oscuro sobre una alfombra
verde musgo, agradablemente suavizadas ambas por el resplandor del fuego
y los reflejos de la lámpara en los numerosos cuadros con molduras de
felpa o doradas y en los montones de naranjas, manzanas y uvas apilados
en el aparador.
La señora Ogilvy, que tejía
deprisa, con un preciso chasquido de las agujas brillantes, tenía la
sala para ella sola, si no contamos a su sobrino, que jugaba a las
canicas en un solitario rincón debajo de la mesa, medio escondido por el
pulcro mantel blanco. Era un niño retraído, que siempre se asustaba
cuando un adulto se dirigía a él. En realidad no era sobrino de la
señora Ogilvy, sino de su segundo marido, sacerdote de la Iglesia
unitaria. El señor Ogilvy era poco sociable y tímido, y el pequeño Tom
tenía el mismo carácter. La única queja que la señora Ogilvy podía tener
de su marido era que resultaba muy difícil de complacer. Nunca parecía
fijarse en qué había para comer y no apreciaba los esfuerzos de su mujer
para tener una casa agradable y bonita.
Comentarios