Existe un relato breve de Kafka que se titula Los árboles. En él, el autor dice que somos semejantes a unos árboles en la nieve, que parecen flotar, como si no tuvieran raíces. Es pura apariencia, escribe Kafka, porque todo el mundo sabe que los árboles tienen raíces bien enterradas. Y dice a continuación: pero eso también es pura apariencia.
Hace 60 años, una noche de invierno, en el kibutz Hulda, un chico de 15 años leyó este fragmento de Kafka, y se sintió transformado: los árboles, las colinas, los aullidos de los chacales en la noche invernal, todo había dejado de ser sencillo. Hay una realidad, y hay una realidad interior, y más. Los hechos pueden convertirse en el peor enemigo de la verdad. Este relato, Los árboles, no solo fue mi primer contacto con Kafka, sino que leerlo, como leer sus demás obras, contribuyó enormemente a mi formación. Además, Kafka tiene cierta manera de poner al descubierto una pesadilla en un lenguaje de lo más burocrático. Sus demonios llevan traje y corbata. Su infierno es un despacho vulgar y destartalado.
Hace tiempo leí que hacia el final de su vida, cuando estaba ya muy enfermo, Kafka coqueteó con la idea de seguir los pasos de varios judíos que habían ido a la escuela con él en Praga y emigrar a Israel. Incluso vi un cuaderno de ejercicios con el que intentó aprender hebreo por su cuenta. Llegué incluso a imaginar una situación en la que Kafka vivía en un kibutz de habla alemana en Israel, llevaba las cuentas de la comunidad y escribía en sus ratos libres, en una cabaña situada al borde del kibutz, que le habían concedido para que le sirviera de estudio.
Habría tenido nostalgia de Europa, como sus condiscípulos y como tantos otros que dejaron Europa y se fueron a Israel antes de Hitler. Todos aquellos —entre los que estaban mis padres y mis abuelos— que se fueron de Europa oriental o, mejor dicho, a las que expulsaron por la fuerza de Europa oriental, en los años treinta. Amaban Europa, pero Europa nunca les quiso a ellos. Hoy, todo el mundo es europeo, y el que no lo es está haciendo cola para serlo. Hace 80 o 90 años, los únicos que eran auténticos europeos en Europa eran los judíos como mis padres. Todos los demás eran patriotas búlgaros, patriotas irlandeses, patriotas noruegos… Los judíos eran europeos devotos. Eran políglotas, les encantaba que hubiera historias distintas, y los legados literarios, y los tesoros artísticos y, sobre todo, amaban la música. Y amaban los paisajes, los prados y los bosques, los torrentes y los bosques nevados, los estrechos callejones de las ciudades antiguas, las universidades y los cafés. Pero Europa nunca les quiso a ellos. Por ser genuinos europeos les tacharon de “cosmopolitas”, “parásitos”, “intelectuales sin raíces”. Cuando el antisemitismo se volvió violento en Polonia, en los años treinta, mis padres y mis abuelos, llenos de tristeza, decidieron irse de Europa y emigrar a Jerusalén. Escogieron Jerusalén, no porque quisieran desplazar a los árabes, sino porque no tenían ningún otro sitio donde ir. En los años treinta, todos los países del mundo cerraban sus puertas a los judíos. Canadá dijo que no iba a acoger a ninguno. Suiza mostró aún más dureza. Las calles europeas tenían pintadas en las que se leía: “Los judíos a Palestina” (sesenta años después, esas mismas paredes en Europa tenían pintadas contrarias: “Fuera los judíos de Palestina”…).
En cualquier caso, mi familia se estableció en Jerusalén en 1934 y gracias a ello sobrevivió al genocidio nazi alemán. Pero siempre echaron de menos Europa. Estaban furiosos con Europa, pero al mismo tiempo añorantes, unos sentimientos que se pueden describir como de amor decepcionado, amor no correspondido. Cuando era pequeño, mis padres me decían siempre: “Un día, no en nuestra vida pero quizá sí en la tuya, Jerusalén crecerá y se convertirá en una ciudad de verdad”. No entendía qué querían decir: para mí, Jerusalén era la única ciudad del mundo. Pero ahora sé que, cuando mis padres decían que Jerusalén se convertiría en una ciudad de verdad, se referían a una ciudad con un río en medio, con puentes sobre ese río, con bosques frondosos alrededor. Es decir: una ciudad europea.
Soy hijo de unos refugiados judíos a los que expulsaron de Europa con violencia. Por suerte para ellos: si no les hubieran echado de Europa en los años treinta, habrían muerto asesinados en la Europa de los años cuarenta.
Creo en un compromiso entre Israel y Palestina, una solución de dos Estados. No una luna de miel, un divorcio justo
Todavía llevo dentro de mí la ambivalencia de mis padres respecto a Europa: añoranza y rabia, fascinación y frustración.
En toda mi obra literaria se encontrarán con esos europeos desarraigados que luchan para crear un minúsculo enclave europeo, con librerías y salas de conciertos, en el calor y el polvo del desierto, en Jerusalén o el kibutz. Personajes que quieren reformar el mundo y no saben ni atarse los zapatos. Idealistas que debaten y discuten sin fin entre sí. Refugiados y supervivientes que se esfuerzan para construirse una patria pese a todas las adversidades.
Israel es un campo de refugiados. Palestina es un campo de refugiados. El conflicto entre israelíes y palestinos es un choque trágico entre dos derechos, entre dos antiguas víctimas de Europa. Los árabes fueron víctimas del imperialismo europeo, del colonialismo, la opresión y la humillación. Los judíos fueron víctimas de la persecución europea, de la discriminación, los pogromos y, al final, una matanza de dimensiones nunca vistas. Es una tragedia que esas dos antiguas víctimas de Europa tiendan a ver, cada una en la otra, la imagen de su pasada opresión.
El conflicto palestino-israelí es un choque trágico entre dos derechos. Los judíos israelíes no tienen ningún otro lugar donde ir, y los árabes palestinos tampoco tienen ningún otro lugar donde ir. No pueden unirse en una gran familia feliz porque no lo son, ni son felices ni son una familia: son dos familias desgraciadas. Creo firmemente en un compromiso histórico entre Israel y Palestina, una solución de dos Estados. No una luna de miel, sino un divorcio justo, que coloque a Israel al lado de Palestina, con Jerusalén oeste como capital de Israel y Jerusalén este como capital de Palestina. Algo similar al pacífico divorcio entre checos y eslovacos.
Muchos de mis relatos y novelas están situados en Israel, pero tratan de cosas grandes y sencillas: amor, pérdida, soledad, añoranza, muerte, deseo, desolación. Soy un testigo escéptico de mi época y un observador irónico y caritativo de la comedia humana. En mi opinión, Kafka fue el mayor profeta del siglo XX, capaz de prever la deshumanización y las tiranías, la crueldad del poder y la impotencia del ser humano. Él me enseñó que los árboles, y todas las demás cosas, no son nunca lo que parecen.
Discurso de Amos Oz pronunciado al recoger el Premio Kafka, el 24 de octubre de 2013 en Praga.
Traducción del inglés de María Luisa Rodríguez Tapia.
El Pais
Comentarios