Conocí a Doris Lessing
hace unos 15 años, durante los cuales labramos una de esas amistades
que me atrevo a calificar de profunda, en la cual las cartas fueron
mucho más frecuentes que las conversaciones. La nuestra era, en un
sentido literal, una amistad basada en la palabra escrita. Por carta,
hemos discutido de política, de libros, de las mentiras de la historia y
de la verdad de la literatura, de teatro y de cine, y de los lazos
familiares de cada uno, de esa voluntad humana de crear obligaciones
afectivas que Francis Bacon
llamó “dar rehenes a la Fortuna”. Hemos criticado a editores,
publicaciones, Gobiernos y hemos lamentado la suerte de los países que
sentimos inexorablemente nuestros: en su caso, Rodesia.
“Nunca nos vamos del todo del país que primero quisimos”, me escribe en
una carta, respondiendo a mi cólera durante la crisis argentina de
2001. “Una parte de mí estará siempre en África”.
Lessing, que falleció ayer en Londres a los 94 años, nació en Persia
en 1919; a los cinco, se instaló con sus padres en Rodesia del Sur.
Allí vivió un cuarto de siglo, hasta que, abandonando a su segundo
marido, decidió emigrar a Inglaterra con su hijo menor. Su oposición al
Gobierno minoritario blanco de Rodesia le valió el sello de “inmigración
prohibida”: es decir, no se le autorizaba a volver a entrar en el país,
y fue tan solo en 1982 que se le permitió volver a lo que ahora se
llama Zimbabue. Cuatro veces visitó la tierra de su infancia y juventud,
visitas que dieron lugar al libro de reportaje African Laughter.
Desde su juventud, Lessing se interesó por los problemas de la
educación en Rodesia. ¿Cómo hacer para que los niños de esa región tan
pobre tuviesen acceso al conocimiento del mundo? ¿Cómo hacer para que
los fondos destinados a la educación resultaran en escuelas, y las
escuelas en bibliotecas, y las bibliotecas en libros que todos pudiesen
leer? ¿Cómo formar a maestros que enseñasen a los niños a oponerse a la
corrupción iniciada por el tiránico Mugabe,
dictador a vida del Zimbabue, a no adoptar las establecidas costumbres
de robar y mentir y abusar del poder, no solo a nivel del Gobierno, sino
a todos los niveles de la sociedad? ¿Cómo cambiar los modelos de poder
injusto en las familias, en las aldeas, en las empresas, en todos los
círculos sociales? Para Lessing, la solución (o un intento de solución)
empieza siempre con el individuo. El individuo, como lo piensa Lessing
(y como lo pensaba Aristóteles), desea esencialmente el bien: conocer el
mundo, vivir en él con justicia, ampliar su mente y sus poderes
intelectuales, compartir deberes y privilegios, ser lo más humano
posible. Y ese deseo, según Lessing, aun en las sociedades más
desunidas, más frágiles, junto a la necesidad de sobrevivir físicamente,
de comer y beber dignamente, y de tener un techo y un refugio, se
manifiesta concretamente en el deseo de leer.
De allí la conmovedora historia que da título a un corto texto de Lessing, aún inédito en castellano: Por qué un niño negro de Zimbabue robó un manual de física superior.
Un niño roba un libro que no puede leer “para tener un libro que es
mío”. Dos son los impulsos que lo llevan a esta acción. Primero, poseer
el objeto, que durante el tiempo de espera es mágico, como un talismán
con inmensos poderes; luego, aprender a servirse de él. Para el niño de
la exigua escuela de Rodesia, con sus maestros pobremente instruidos y
sus anaqueles casi vacíos, los libros que satisfarán su deseo son las
obras universales de nuestras literaturas, esas que pueden ser
universalmente leídas. En literatura no todo espejo nos refleja. Lessing
quiere que el niño de este relato pueda decir, al recorrer el libro
elegido, escrito quizás hace siglos por alguien de otra cultura: “Mi
abuela me contaba una versión de esa misma historia”. Que es una forma
de decir: “Ese relato es también mío”. Cuando le fue otorgado, por fin,
el Premio Nobel, recordó esa anécdota y dijo que le gustaba pensar que
sus ficciones no eran sino versiones particulares de otras, contadas en
otras lenguas y quizás más antiguas.
En casi todos sus libros, ese esperado reflejo es, para Lessing, la
meta literaria. Un reconocimiento, la intuición de una memoria, una
sensación de poseer de pronto, convertida a palabras, una experiencia ya
sentida, íntima y secreta. Desde sus primeras ficciones
autobiográficas, siguiendo con la saga de su heroína, Marta Quest (que, a
través de El cuaderno dorado se convirtió en lectura esencial
para el movimiento feminista de los años sesenta en adelante), pasando
por los poderosos relatos que captan, en brutales instantáneas, la
traumática vida de la segunda mitad del sigloXX en África y en
Europa, hasta las extraordinarias invenciones de ciencia ficción que
reveló en ella una capacidad de invención casi ilimitada, y acabando con
recientes y audaces novelas sobre temas tan diversos como la violencia
infantil, la sexualidad de la edad madura, el mito originario de la
desigualdad de los sexos, y, finalmente, varios volúmenes de memorias y
una biografía ficticia de sus propios padres, Lessing propuso a sus
lectores preguntas fundamentales sobre cómo actuar con responsabilidad
en el mundo. Ser lector es, para Lessing, una toma de poder, un acto
revolucionario que nos permite acceder a la memoria del mundo, a ser
ciudadanos en el sentido más profundo de la palabra. “Literatura e
historia son ramas de la memoria humana”, escribe. “Nuestro deber es
recordar, incluso lo que está por suceder”.
Al final de un conmovedor ensayo sobre la condición humana, Prisons we choose to live inside,
Lessing imaginó a otro niño (en este caso, el casi mítico faraón
Akenatón que hace casi 25 siglos quiso imponer una ética humanista en el
imperio egipcio) que crece en una sociedad dictatorial e injusta,
haciéndose esta pregunta: “¿Qué puede hacer una sola persona contra este
terrible, pesado, poderoso y opresivo régimen, con sus sacerdotes y sus
temibles dioses? ¿De qué vale siquiera probar?”. “Siquiera probar”,
dice Lessing, no solo “vale la pena”, sino que es la condición esencial
de nuestro existir. Vivimos probando, intentando alcanzar ese bien que
ansiamos, mejorar este pobre y desahuciado mundo. Es decir: “Usando
nuestras libertades individuales (y no quiero decir simplemente formando
parte de manifestaciones, partidos políticos, y demás, que son solo
parte del proceso democrático), examinando ideas, vengan de donde
vengan, para ver de qué manera estas pueden contribuir útilmente a
nuestras vidas y a las sociedades en las que vivimos”. En este mundo
insensato y violento en el que vivimos, las palabras de Doris Lessing
son un aliento y una guía.
El Pais
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