Rodrigo es un burócrata joven que fácilmente
podría pertenecer a lo que Strindberg llamó «el club de los jóvenes
viejos». Sus días pasan sin mayores aspavientos en un museo de la Ciudad
de México hasta que Cecilia, la secretaria que le hacía la vida
imposible, le desliza una nota que simplemente dice «Acepto». Esa tarde
Rodrigo se enterará de que alguien le ha propuesto matrimonio a Cecilia
en nombre suyo, y la inercia que rige sus días no le deja más opción que
casarse. A partir de ahí se desencadena una siniestra odisea en la que
pierde su trabajo y pasa el rato espiando a una gallina que deambula por
el terreno baldío contiguo a su departamento.
De manera paralela un académico y escritor español, Marcelo Valente, viaja a una pequeña comunidad situada en México, llamada Los Girasoles, para pasar un sabático investigando sobre Richard Foret, un misterioso escritor, boxeador y artista, que encontró en México aquello que buscó durante toda su vida: un trágico desenlace «a la altura de su megalomanía». Los Girasoles se convierte en un centro neurálgico en el que las vidas de los personajes encuentran su destino entre «los más absurdos accidentes» y situaciones tan esotéricas como las sesiones hipnóticas -inducidas mediante la ingesta de orina de una hermosa adolescente- en las que un grupo de aventureros definirá «el futuro del arte».
La risa, definida por Slavoj Žižek como «la metástasis del goce», es la herramienta fundamental utilizada en la primera novela de Daniel Saldaña París para desnudar ese «escándalo hiriente» que es la civilización. Con buen humor pero sin concesiones, la incomprensión que los personajes sienten ante un mundo que constantemente les recuerda, no siempre de las formas más sutiles, sus incapacidades y su medianía, es dejada al descubierto por el autor con una prosa que avanza a un ritmo furibundo meciéndose a lo largo y ancho de todo el idioma español.
De manera paralela un académico y escritor español, Marcelo Valente, viaja a una pequeña comunidad situada en México, llamada Los Girasoles, para pasar un sabático investigando sobre Richard Foret, un misterioso escritor, boxeador y artista, que encontró en México aquello que buscó durante toda su vida: un trágico desenlace «a la altura de su megalomanía». Los Girasoles se convierte en un centro neurálgico en el que las vidas de los personajes encuentran su destino entre «los más absurdos accidentes» y situaciones tan esotéricas como las sesiones hipnóticas -inducidas mediante la ingesta de orina de una hermosa adolescente- en las que un grupo de aventureros definirá «el futuro del arte».
La risa, definida por Slavoj Žižek como «la metástasis del goce», es la herramienta fundamental utilizada en la primera novela de Daniel Saldaña París para desnudar ese «escándalo hiriente» que es la civilización. Con buen humor pero sin concesiones, la incomprensión que los personajes sienten ante un mundo que constantemente les recuerda, no siempre de las formas más sutiles, sus incapacidades y su medianía, es dejada al descubierto por el autor con una prosa que avanza a un ritmo furibundo meciéndose a lo largo y ancho de todo el idioma español.
I. LA TERCERA PERSONA
1.
No
hace falta comenzar describiendo las acciones que configuran mi rutina.
Esa tediosa enumeración vendrá luego. Primero quiero asentar que mi
cabeza flota unos cinco centímetros por arriba de donde termina mi
cuello, desprendida de mí. Desde ahí puedo observar con más facilidad la
irritante textura de los días.
Cuando llueve no me
pongo melancólico, ni mucho menos. Simplemente tengo la impresión de que
el clima le hace justicia, al fin, a la grisura general de la
existencia. Adiós, hipocresía del trópico; que el sol regrese a su
rincón de la galaxia y nos deje contemplar por una vez la oscuridad sin
huecos que se cierne sobre nosotros, tristes mortales ataviados con
falsos tenis Nike llenos de lodo.
A veces pienso que sería
maravilloso dibujar gráficas que den cuenta no de una estadística
descabellada y ultra específica, como suelen hacer, sino de un estado de
cosas insulso y cotidiano. Gráficas que domestiquen el aparente
desorden de las cosas y me ayuden a situarme en medio de ellas. Por
ejemplo, una gráfica con las velocidades, las aceleraciones e incluso
las manías y las pequeñas taras de los peatones que desfilan alrededor
de esta fuente. Mientras los miro desde la banca medio rota, en un
extremo de la glorieta oval, trato de imaginar esas variantes, las
columnas y los colores de esa gráfica. La estadística, que todo lo
puede, resumirá en cifras redondísimas el ajetreo de las palomas. No sé
muy bien cómo, pero estará representado el hombre gordo que ahora mismo
desplaza su peso de una pierna a otra y que tiene en las manos un
celular diminuto. Figurarán, como datos relevantes, los niños que corren
alrededor de sus padres como pequeños satélites enfebrecidos, y también
los novios que oscilan junto a los arbustos buscando una sombra para
prodigarse indecentes arrumacos. Estará en la gráfica el rengueo sin
meta de ese jubilado que hace unos minutos me miró con una mezcla de
encono y resignación, como envidiando una juventud que, según el viejo,
no aprovecho como debería; y también estará el paso seguro del heladero
que sabe exactamente lo que le deparará la tarde. La gráfica registrará
además, mediante alguna nota al pie, los casos excepcionales: la quietud
repentina de los paseantes cuando un derrapón de llantas, después de un
silencio apenas perceptible, se resuelve en choque; la prisa compartida
de las madres cuando caen del cielo las primeras gotas.
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