El día de la donación declaró: "Una biblioteca es más que una acumulación de libros, es un acto de amor que se va construyendo en el tiempo y el que la reúne va volcando sus afectos, experiencias, estableciendo una relación de amistad y cariño con los libros, como la que tiene uno con sus hijos y nietos". Luego, bromeó diciendo: “Algunos secretos míos muy profundos se revelarán”.
Pero no es una broma. Lo cierto es que esos libros, adquiridos desde épocas universitarias, están llenos de anotaciones e incluso han sido calificados del 0 al 20, según el sistema de evaluación peruano. Son los libros de alguien que aconsejó a los escritores jóvenes leer con "lápiz en mano". Mario Vargas Llosa es un lector épico, uno de aquellos que se enamoran de las heroínas y se identifican con los héroes. Puede decirse que su vida está constituida por los libros que leyó tanto como por las situaciones que ha vivido, y sin duda muchos personajes de sus novelas favoritas son más trascendentes para él que la mayoría de seres humanos que ha conocido en la realidad. Lo que ha donado no es la biblioteca de alguien a quien le gusta leer, sino la de un hombre que desde su infancia siente que el libro es un objeto mágico.
En otra entrevista Vargas Llosa aseguró que le parece un horror adquirir un celular, una notebook o un tablet. Escribe a mano y usa la computadora como procesador de texto. Desde luego, la posibilidad de leer un e-book está completamente fuera de orden. A los e-books no se les puede subrayar, ni garabatear anotaciones en las páginas que sobran al final, ni calificarlos con una nota y un "insuficiente" al costado. Los e-books no guardan secretos, solo sirven para leerse. No hay heroicidad en un e-book como tampoco en un archivo de Word que contiene una novela. Alguna vez, los militares peruanos quemaron ejemplares de la novela La ciudad y los perros por considerarla ofensiva. Malcolm Lowry solía incinerar sus manuscritos -y las casas que los albergaban- cuando no estaba conforme con ellos y se había excedido de ginebra. Vladímir Nabokov cuenta cómo Vera Nabokov sacó del fuego, con sus delgadas pero firmes manos, el primer manuscrito de Lolita que el autor había arrojado a la chimenea. Ninguno de esos gestos románticos son posibles en la era del e-book ni de las computadoras. ¿No está contento con su texto? Pues arrastre el archivo al ícono del tacho de basura, luego haga click en "vaciar papelera" y rece porque un Max Brod geek logre rescatar algo en el futuro. ¿Desea quemar libros ajenos? Pues primero imprima los PDF o lance tablets al fuego, pero no olvide que si el libro está en iCloud o Dropbox, o se vende en una tienda virtual, el gesto será ridículo. Cero dramatismo. Es como aquella broma de Seinfeld según la cual los teléfonos celulares impiden las buenas peleas entre parejas. Ya nadie pueda tirarle el teléfono al otro. Ahora, por más molesto que uno esté, debe pulsar con el dedito la tecla de llamada terminada para colgar al otro destempladamente.
Mientras que en Estados Unidos la industria de los e-books parece boyante, en España aun no se enteran para qué sirve un libro electrónico. Casi podría decirse que hay más tablets vendidos que descargas realizadas. Los compradores de gadgets se lanzan sobre el Kindle o el último iPad. Pero de ahí a hacer una descarga y pagarla con la tarjeta de crédito... eso es otro cantar. Hace unos meses se lanzó, con bombos y platillos, la nueva novela de Paul Auster en edición digital antes que impresa. No sé cuántas descargas obtuvo, pero si es cierto que los e-books solo representan el 2% del mercado editorial español (según me informaron) me imagino que muchos prefirieron esperar el libro impreso.
El auténtico mercado del libro electrónico en castellano está en América Latina, donde las librerías no están abarrotadas de novedades (hay que esperar varios meses o un amigo de maleta generosa para leer algo reciente) pese a que, incluso antes del Boom, el lector latinoamericano se ha mostrado más cosmopolita y curioso que el español. Sin embargo, mi experiencia como comprador de e-books es desastroza. La mayoría de libros que he querido descargar o no están digitalizados o, si lo están, no están a la venta en Latinoamérica por un tema de derechos de autor. Pude comprar, eso sí, el último libro de Michael Ondaatje en Alfaguara, pero no sirve en mi iPad y me parece absurdo comprarme otro e-reader para leerlo; así que está ahí, un link yacente en mi correo.
Insistir en el libro impreso sobre el digital, más que un anacronismo, es una limitación. ¿Por qué el ingreso del e-book al mercado en castellano está resultando tan lento, trabado, complejo, burocrático? Por una cuestión de confianza y de old fashion, a lo Vargas Llosa. En vez de propiciar al libro electrónico (que beneficiaría a libreros grandes y pequeños, a editoriales transnacionales e independientes) los libreros y las editoriales invierten mucho en librerías donde la adquisición del libro se ofrece como una experiencia sensorial: se palpa el libro, se olfatea el café pasado del restaurante, se observa a un escritor autografiando ejemplares, se oye una conferencia en el auditorio. Cosas que, desde luego, no consigues con una insensible descarga.
"Tenemos e-books en papel" reza una pizarra en la puerta de una librería española. La foto circula por Facebook y centenares ponen "Me Gusta". Parece una broma. Pero no lo es.
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