Muchas personas, entre ellas Nicholson Baker en The New Yorker hace unos años, se han manifestado en contra de los libros electrónicos. Baker menospreciaba el Kindle de Amazon calificándolo como “el Bowflex de los libros: algo caro que nos obliga a hacer más de lo que sea que pensemos que deberíamos estar haciendo”.
Sin embargo, el mejor argumento a favor de los libros electrónicos lo encontré hace poco en una página de The New York Review of Books. El novelista Tim Parks proponía que los libros electrónicos ofreciesen “un compromiso más austero y directo con las palabras”. Su persuasiva conclusión era: “Este es un medio para personas mayores”.
He estado tratando de hacerme más adulto en cuanto a mi compromiso con la lectura en las distintas plataformas, desde los teléfonos inteligentes hasta los lectores electrónicos, pasando por las tabletas y los ordenadores portátiles.
Ha llegado la hora de empezar a pensar en los mejores usos literarios para estos dispositivos. ¿Hay materiales más apropiados para una plataforma que otra? ¿Se siente Philip Larkin más cómodo en un iPad y Lorrie Moore en un Kindle? ¿Puedo hacer que un poema de Kay Ryan sea mi tono de llamada? ¿Habrá algún aparato que consiga que El manantial resulte agradable?
Antes, los libros se amontonaban en mi mesilla de noche; ahora lo hacen los artilugios, con la iluminación en estado de reposo de sus luces led mirándome como perros hambrientos. Hablemos de estas máquinas y de sus usos literarios, por orden de tamaño, de menor a mayor.
El teléfono inteligente
El teléfono inteligente ha sido claramente el último gran regalo de la tecnología a la alfabetización. El hecho de llevar uno hace desaparecer nuestro mayor temor: quedarnos atrapados en algún sitio sin nada que leer. La mayoría de lo que devoro en mi teléfono es prensa: periódicos de fuera y enlaces recogidos de Twitter y Facebook.
Como los libros electrónicos no tienen cubiertas, puede que a los adolescentes les resulte más fácil leer libros que algunos padres antes les confiscaban
Y otra insólita elección: Diarios, de John Cheever, el libro de no ficción más subestimado del siglo XX. Las anotaciones de Cheever son de tamaño bocado, pero profundas. Son dolorosas, cuando no claramente sombrías; pondrán los acontecimientos desmoralizadores de la propia vida en su justo contexto y puede que incluso nos animen.
A menudo echo un vistazo a mi iPhone en los restaurantes, mientras espero para pedir o comer solo en la barra. Me gusta leer sobre comida antes de comer; aguza el apetito y puede hacer que se nos haga la boca agua. Dos de mis favoritos son memorias: The raw and the cooked [Lo crudo y lo cocinado], de Jim Harrison, mi referencia en escritores de comida, y Blood, bones & butter [Sangre, huesos y mantequilla], de Gabrielle Hamilton. Si ojean las memorias de Hamilton, encontrarán este perspicaz consejo: “Tengan cuidado con aquello en lo que llegan a ser buenos porque estarán haciéndolo el resto de sus vidas”.
Lleve un libro en audio en su iPhone. Periódicamente, saco al más grande de los perros de mi familia a dar largos paseos, y sujeto el iPhone al bolsillo de mi camisa, con su diminuto altavoz mirando hacia arriba. Así he escuchado Herzog, de Saul Bellow. El método del bolsillo de la camisa es mejor que usar auriculares, que impiden escuchar el mundo natural.
El libro electrónico
Los lectores electrónicos como el Kindle de Amazon me asombran por ser los más íntimos, y por tanto los más sexy, de estos dispositivos. En la mayoría, el texto no está retroiluminado, y el exceso de esfuerzo siempre quita las ganas. Uno se siente menos inclinado a engañarlos (es decir, a leer el correo electrónico o navegar por Internet). En la lectura, como en el amor, la fidelidad importa.
Como los libros electrónicos no tienen cubiertas, puede que a los adolescentes les resulte más fácil leer libros que algunos padres antes confiscaban.
Soy un admirador de Jonathan Franzen, el talentoso novelista que ha expresado sin pelos en la lengua el desagrado que le producen los libros electrónicos. Pero yo diría que leer sus novelas en un Kindle, un dispositivo que él detesta, podría considerarse una forma literaria de sexo por odio.
El iPad
El iPad, para mí, es hasta ahora el lugar donde almacenar esa clase de grandes libros de no ficción que probablemente voy a hojear con atención más que leer, como la biografía de Steve Jobs escrita por Walter Isaacson.
También me gusta el hecho de que estos libros de no ficción ofrezcan notas a pie de página electrónicas que le llevan a uno directamente a una fuente.
Esas fuentes son a veces mucho mejores que el libro que tenemos entre las manos. Y a menudo hay cosas mas inusuales en las que hacer clic. La aplicación para iPad de la novela de Jack Kerouac En el camino, por ejemplo, es un compendio de mapas, cronologías y otras cosas, además del texto.
Los libros de arte —muchos de los cuales están disponibles gratuitamente— también son perfectos para el iPad. La claridad es impresionante, como un chute de alguna droga visual.
He probado la poesía en cada una de estas plataformas: Larkin, Dickinson, Philip Levine, Amy Clampitt... No funciona, al menos no para mí. No hay suficiente espacio en blanco, ni silencio.
El iPad no sirve para leer libros electrónicos en el metro. No se puede lanzar hasta el otro extremo de la habitación y tirárselo al gato, como a Mark Twain le gustaba hacer. Y los libros electrónicos, en general, no sirven para decorar una habitación.
En 1991, Anna Quindlen escribía en The Times: “Estaría muy contenta si mis hijos llegasen a ser la clase de personas que piensa que decorar consiste principalmente en construir las estanterías suficientes”.
Estoy completamente de acuerdo con eso. Pero tener la cabeza bien amueblada es lo que realmente importa.
El País
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